La luz

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

11 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Al levantar la persiana en la habitación de mi hotel en Málaga el pasado martes, me reventó la primavera primeriza en la diana ocular de mi retina y la luz, una insultante luminosidad novicia como de estreno, inundó de golpe mi mirada. 

Y la mañana fue creciendo como una postal anticipada, no ya de la primavera vecina, sino del todavía lejano verano. El cielo rotundamente azul era el decorado perfecto para la quietud de la ciudad, que estaba dejando paso a ese viento cálidamente perverso que por allí llaman terral. En pleno corazón del invierno renqueante se había proclamado como por arte de magia, la primavera.

Para mí la luz es el principal patrimonio del paisaje, Yo nací junto a la mar del norte, en un pueblo de la costa luguesa, allí donde la luz es líquida y se puede coger con la mano para apresarla para siempre como en un truco complejo de un mago de la estirpe de Merlín. La luz de mi origen es de estaño y grises invisibles, una vieja conocida que ha arropado mi vida entera, y será por esa razón que me dejo sorprender por la luz joven del sur, por la que embriaga todos los sentidos, y celebra día a día, la vida. Luz cegadora que se instala en la ciudad y que viene para quedarse.

La luz del sur es una fiesta permanente, un especial caleidoscopio por donde mirar el universo, un regalo, un agasajo que convertimos en privilegio para subrayar el color de vivir. Al llegar a Madrid se vistieron de gala los prunos de mi barrio y pequeñas estrellas, casi diminutas, florecieron en rosa y blanco, en malvas pálidos, en las pobladas copas de los árboles. Era una epifanía. En una semana, más pareciera que había cambiado de país y las estaciones del año aparecieran de repente como en una película que anunciara que los días mudaban el rostro del invierno.

Y repentinamente, como si de manera inevitable el tiempo climatológico siguiera un guion preestablecido, la temperatura de los mediodías trepó por el termómetro, por el barómetro de la ciudad, para acomodarse en los veinte y pico grados de máxima.

Sonreía la ciudad entera, el cambio climático era, es, más que un espejismo en este oasis urbano que está resultando confortablemente amable. Y yo lo celebro, contándolo, dándole una bienvenida apresurada, saludando a la primavera adelantada, participando a ustedes de este milagro anual que nunca deja de sorprenderme.

Cuando lean este artículo volveré a Galicia desde Madrid, para comprobar cómo las cenefas del toxo florecido ponen el primaveral pórtico de oro viejo, saludando desde ambos márgenes de la carretera, recordándome mi origen y acaso mi destino, compitiendo en amarillos con las mimosas con esa lluvia que el viento, que mece las copas arbóreas, va sembrando de oro minúsculo los campos de mi país, porque ya es primavera en esta parte de la cristiandad.

La luz es un milagro permanente, tiñe e inunda de vida la tierra, es el mejor de los obsequios que el ciclo de los días puede ofrecernos y, como Goethe en su lecho de muerte, momentos antes de pasar a la otra orilla, repetimos, nos unimos a su reivindicación gritando el viejo eslogan que implora: luz, más luz.

Y así haremos que nuestros sueños se cumplan saludando de nuevo mil cunqueirianas primaveras para iluminar nuestro viejo país.