El que solo resiste acaba perdiendo

OPINIÓN

25 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Como último resabio del nacionalismo económico franquista, que marcó a fuego nuestro decrépito sindicalismo, en España sigue cundiendo mucho el discurso que fía el bienestar social y la estabilidad laboral al voluntarismo populista, como si una legislación que restringiese los despidos, aumentase los salarios al margen de la productividad y cargase los gastos en las cuentas de resultados fuese la forma más rápida de regresar al paraíso terrenal. Al ejército de sindicalistas que creen que la mejoría del empleo puede salir de una contrarreforma laboral y de índices de revalorización salarial dictados a la carta, se suman los políticos que afirman sin ruborizarse que blindando los avances sociales a base de declararlos derechos y no prestaciones, ya quedamos libres de los problemas que tenemos para financiar y sostener la sanidad universal, las pensiones, el derecho a la vivienda, las rentas básicas y las ayudas a la dependencia.

Armados, pues, con esta singular cultura, todavía hay millones de trabajadores que confían más en el hipotético carácter público de sus empresas, o en normas laborales y sociales erguidas contra la disciplina presupuestaria de los gobiernos, que en el hecho de que las empresas estén bien gestionadas, apuesten por la innovación y la competitividad, y paguen sus salarios con limpios beneficios. Por eso podemos ver en Galicia notables ejemplos de esta cultura en la que muchos sindicalistas, bastantes políticos y no pocos analistas económicos siguen creyendo que empresas como Navantia y otros astilleros, o nichos de oferta laboral como los puertos del Estado, o sectores auxiliares como los de la automoción, o algunas empresas vinculadas a procesos concesionales públicos a los que se le imponen servidumbres de gestión y capitalización que malean el mercado, tienen más futuro y ofrecen mayor seguridad a sus trabajadores que las modernas Inditex, las empresas tecnológicas o los sectores estratégicos como el turismo y los servicios.

Pero la realidad es muy distinta. Y bastaría citar las crisis de Navantia y Pescanova, la ventas disimuladas de astilleros, las deslocalizaciones de empresas auxiliares del automóvil, o la fiebre de ventas a chinos y americanos, para darnos cuenta de que estamos en un tiempo empresarial en el que «el algodón -en forma de balance- no engaña», y en el que todas las estrategias trazadas al margen de los procesos de racionalización, competitividad, mercados abiertos e innovación están condenadas al fracaso. El numantinismo que siguen practicando algunos sindicatos, y que todavía fascina a algunos políticos y economistas, no le fue útil ni a los numantinos de verdad, que murieron heroicamente, pero murieron. Y bien haría la Xunta si, en vez de contemporizar con catecismos arcaicos, empezase a leer muy en serio las cartillas europeas.