Rajoy: línea roja... y líneas amarillas

Roberto Blanco Valdés
roberto l. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

22 feb 2017 . Actualizado a las 08:39 h.

Si es que aún existe tal posibilidad, el Gobierno tiene no solo el derecho, sino también la obligación de intentar negociar una salida al gravísimo conflicto provocado por la sublevación institucional del secesionismo catalán, único culpable de una crisis que solo puede acabar de dos maneras: o con un acuerdo entre el Estado y la Generalitat, previa renuncia de la segunda al referendo que hoy proclama innegociable; o con un enfrentamiento abierto entre el Estado y los secesionistas sublevados, del que los segundos saldrán no solo derrotados, sino responsables exclusivos de la ruptura de la convivencia interna en Cataluña y la paz territorial entre esa parte de España y el resto del país.

Salvo los secesionistas más cerriles, instalados en un delirio permanente, los españoles estamos seguros de que no habrá referendo, pues esa es la línea roja del Gobierno para cualquier negociación. Aunque nos tranquiliza, claro está, saber que la desmembración de España no está en juego, la posición del Gobierno («todo, salvo el referendo, puede hablarse») es inquietante, pues una negociación sin más límites que la autodeterminación podría conducir a resultados igualmente destructivos para la cohesión política y económica de España. Por eso conviene dejar claras otras dos líneas, amarillas, pues ese color forma con el rojo las banderas nacional y catalana.

La primera es evidente: no puede acordarse un modelo de financiación que haga inviable el funcionamiento del Estado. El nacionalismo catalán ha exigido de forma reiterada un sistema cuyos resultados sean para Cataluña equivalentes a los del cupo vasco, lo que, de ser aceptado, generaría de inmediato reclamaciones equivalentes de Madrid y otras comunidades que contribuyen a la solidaridad tanto o más que Cataluña, lo que haría saltar por los aires las finanzas del Estado. El privilegio fiscal vasco y navarro es injustificado pero económicamente soportable. Su extensión a otros territorios muy poblados acabaría con nuestro Estado social tal y como lo hemos construido en beneficio de la solidaridad entre quienes tienen más y tienen menos.

Igual de clara es la segunda de las líneas amarillas: no hay ya margen para conceder a Cataluña más poder y competencias que, como la reciente historia de España nos enseña, se trasladarían también más pronto que tarde a todas las demás comunidades. España está ya tan descentralizada que un nuevo adelgazamiento sustancial del Estado abriría un camino sin retorno hacia su desaparición, aunque durante un breve tiempo siguiera manteniéndose la ficción de un país único y unido.

Todo esto es lo que está en juego y no solo la autodeterminación con la que deliran los fanáticos. Tenerlo claro es indispensable para evitar lo que sería un error histórico de proporciones formidables: tratar de salvar la unidad de España sentando las bases para su futura destrucción.