Iñaki el bello

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

19 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

ASofía le gustaba Urdangarin. Se le notó el día en que el vasco fue presentado y la reina lo exhibió con esa chulería con la que solo se ofrece la mercancía en la que se tiene confianza. El muchacho aportaba a la Casa las hechuras y en cada centímetro de su espalda habitaba la explicación de un matrimonio exprés. Fue ese rebote elástico con el que camina Iñaki el que le abrió la puerta de la historia y el que puso a la Familia al borde del exilio con el que siempre coquetean los borbones. La dinastía mantiene con España la imprecisión de los amores turbios que hoy cancelas con estruendo y mañana repones con la vehemencia que solo se concibe si te ciega la pasión. En uno de esos tránsitos el abuelo de Cristina fue confinado en Estoril, en un chalecito melancólico hacia el que tendrían que haber mirado con más respeto. La tragedia de Urdangarin tiene el color de sus ojos azules. A veces la belleza es una maldición, la advertencia de un mal destino. Él la paseó al principio con la arrogancia de una vida entrenada en el piropo. El halago puede ser devastador cuando se convierte en crónico. Instala a su dueño en un territorio imaginario en el que el mundo tiene la pulsión exacta de sus deseos. Convierte la realidad en un lugar del que disponer y desactiva cualquier tolerancia a esa frustración que nos hace humanos. Parece que así procedió Iñaki hasta que el crac económico ajustó nuestras prioridades y miramos hacia la monarquía con el rigor democrático que tendríamos que haber empleado desde el principio. A punto de escuchar el chasquido horripilante de la reja de una celda, los Urdangarin son hoy una familia errante. Esos hijos rubios crecerán con la amargura que segrega el repudio y en los demás habitará para siempre la duda de si Iñaki fue el primero o simplemente el último.