La revolución conservadora

OPINIÓN

16 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Si el orden social respondiese a criterios objetivables, o estuviese impreso en los genes de la especie humana, seguiría habiendo conflictos y desórdenes, pero no habría política. Porque el orden tendería a restaurarse por sí mismo, y la salida de los conflictos siempre sería hacia pautas sociales de aceptación general. Pero la realidad es que el orden social es un constructo artificial y discutible, y su creación exige pactos y cesiones que solo se estabilizan por su funcionalidad y por nuestra querencia por vivir y realizarnos en contextos conocidos y practicables. Y en eso se basan las ideologías conservadoras, que, lejos de dar por buenos todos los órdenes existentes o posibles, o de vivir en una constante búsqueda del mejor sistema imaginable, insisten exactamente en lo contrario: en que no hay ningún sistema ni ningún orden capaz de evitar o resolver todos los conflictos, y que, siendo el consenso y la cesión las bases esenciales del cosmos político, es más fácil y útil modificar los pactos que se generan dentro del sistema que modificar el sistema mismo, de la misma forma que es más útil movernos dentro de casa, de la cocina al salón, que permanecer en una misma habitación e ir amueblándola a lo largo del día como baño, cocina, biblioteca, salón y dormitorio.

Ahí están también las razones por las que después de la Revolución Francesa, cuyos cambios habían ido más allá de las reivindicaciones revolucionarias, surgieron las mal llamadas contrarrevoluciones -que en realidad eran revoluciones tradicionalistas- lanzadas contra la extrema inestabilidad del orden revolucionario y contra el yermo social creado por la demolición de creencias, tradiciones, normas y convenciones que no fueron sustituidas por nada, y que trajeron como consecuencia algunos períodos de fuerte desorientación y estéril nihilismo. Y, a pesar del fuerte desprecio con el que el siglo XX trató a los tradicionalistas, para poner en valor los activismos ideológicos que derivaron en las utopías comunista y fascista, sigue siendo interesante la lectura de muchos filósofos y politólogos que intentaron llenar de contenidos renovados los solares otrora arrasados.

Por vías distintas, pero igual de efectivas, tengo la sensación de que también en nuestros días estamos destruyendo un mundo de formas y de creencias políticas y sociales que no son sustituidas por nada, y de que detrás de ese vaciado de las culturas tradicionales solo se instala un tacticismo tecnificado y banalizador que nos hace girar en espiral sobre nuestro propia desolación y orfandad humanística. Los nuevos dioses son el individualismo y la tecnología, que parecen ser los encargados de devolvernos al paraíso terrenal. Y por eso creo que si la tecnología va a servir para regresar al mito, mejor será que lo pensemos con mucha calma.