La ley de Campoamor se instala en Cataluña

OPINIÓN

28 ene 2017 . Actualizado a las 10:29 h.

El magistrado Vidal, suspendido de sus funciones, ha renunciado a su escaño de senador por ser un bocazas, y por no perjudicar el procés que debe convertirlo en ministro de Justicia de la República Catalana. Y, tras su dimisión, una caterva de líderes nacionalistas, con Sergi Sabrià y Neus Munté a la cabeza, se han apresurado a proclamar que lo que dijo Vidal es ensoñación y mentira, y que todo el procés discurre por cauces de legalidad y respeto democrático. Lo malo es que la trayectoria del independentismo desmiente a Munté y Sabrià y corrobora a Vidal. Porque en el poder de Cataluña -foco de deslealtad y burladero de la legalidad- solo rige la ley de Campoamor: «Y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira».

La fuerza del mito independentista no se basa en su verosimilitud, sino en su capacidad para transmitir ideas complejas con relatos simples. Y por eso entiendo que cuando Vidal echa la lengua a pacer, para ilusionar a su parroquia, está describiendo un procés pensado para generar un caos legal, político y social que convierta en solución necesaria lo que hoy no pasa de ser una payasada de las élites catalanas. El desmentido de Munté y Sabrià es falso, porque todos los relatos del proceso, incluidos los referendos y las relaciones internacionales, se inscriben en la clave estratégica de Santi Vidal. Y por eso no hay ninguna duda de que la Generalitat ya enfiló su artillería hacia un punto -el referendo para la secesión- que solo puede tener dos salidas: la intervención de la autonomía, en la forma y grado que el Gobierno decida; o la evidencia de que un Gobierno muy débil y acomplejado ha perdido el control de este chantaje al Estado y a la democracia de España.

El contexto que le da posibilidades al dislate catalán es el maniqueísmo político en el que se han instalado buena parte de los comentaristas, académicos, juristas y políticos españoles, que siguen creyendo que el Estado y la democracia son realidades políticas distintas y con derivas autónomas, y que en algunos momentos de la historia se da la aciaga circunstancia de que la radicalidad democrática tiene que destruir el Estado antes de que el Estado cercene el vuelo abstracto de la democracia. Y es esta bobada esencial la que permite creer que todas las ocurrencias -incluidas las que atentan contra la existencia del Estado- están avaladas por el principio fiat democratia et pereat mundus. ¡Y ahí le andamos, manito!

Por eso creo que el Gobierno no tendrá más remedio que aplicar -antes de que sea tarde- el artículo 155 de la Constitución, intervenir la Generalitat, y reponer el orden constitucional, jurídico y político. Porque ni el caos es tolerable, ni el Estado puede inhibirse ante las ocurrencias que amenazan su unidad con total impunidad.