Vivir para matar

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

21 dic 2016 . Actualizado a las 08:47 h.

El yihadismo se ha convertido en la mayor internacional del crimen que hoy existe, capaz de sembrar de cadáveres la tierra de cuatro de los cinco continentes del planeta. Nunca antes en la historia de la humanidad había existido nada parecido a lo que es en la actualidad esa cosa medieval que se autotitula Estado Islámico: una hidra de varias cabezas y muchísimos tentáculos, que con la misma frialdad puede atentar en Damasco que en Zliten (Libia), en Orlando que en Berlín. Y ahí reside precisamente su gran capacidad para sembrar el auténtico terror, que no es otro que aquel que, por indiscriminado, puede afectar a cualquiera en casi cualquier lugar del mundo: al viajar en tren, bailar en una discoteca, rezar en una mezquita o pasear por un mercado navideño.

Pero toda la retórica antioccidental que sirve de caballo de Troya al yihadismo para reclutar adeptos dispuestos a la gran heroicidad de matar a discreción es una mentira formidable. Según datos del Global Terrorism Database, de la Universidad de Maryland, casi nueve de cada diez atentados del terrorismo islámico en el período 2000-2014 tuvieron lugar en países de religión mayoritariamente musulmana: cerca de 14.000, frente a los menos de 2.000 en lugares de religión cristiana, judía, hindú o budista. El número de asesinados en tales atentados confirma de un modo apabullante que es entre los musulmanes donde los grupos yihadistas golpean con mas saña: de las cerca de 70.000 muertes violentas producidas por las diferentes franquicias terroristas en el período citado, 65.000 lo fueron en países mayoritariamente musulmanes. Sí: los yihadistas asesinan desde hace años sin piedad a sus hermanos de religión con la supuesta pretensión de defender la religión de sus hermanos.

Pero no es esa la única marca criminal del yihadismo. También lo es la patológica ingratitud de muchos de sus despiadados asesinos: los nacidos en las sociedades libres que acogieron en su día y acogen hoy a los millones de inmigrantes que, procedentes de países árabes en busca de mejorar su vida y el futuro de sus hijos, fueron recibidos en Europa: en la misma Francia, Gran Bretaña o Alemania hoy en alerta máxima contra el terrorismo.

Que esos hijos, educados en la libertad, beneficiarios de la tolerancia religiosa de las sociedades abiertas, donde han podido practicar la suya sin más límites que el respeto a los derechos de todos, usuarios de servicios públicos que en muchos de los países de origen de ellos o de sus padres resultan sencillamente inimaginables, se hayan convertido en terroristas para asesinar a sus compatriotas resulta humanamente despreciable y socialmente una señal alarmante de cómo el fanatismo de los peores sentimientos es capaz de prevalecer sobre la racionalidad que nos iguala a todos como seres humanos más allá de cualquier diferencia de lugar de origen, etnia o religión.