La histeria anti Trump se adueña del mundo

OPINIÓN

12 nov 2016 . Actualizado a las 10:17 h.

Lo único destacable de la actualidad americana es que ganó las elecciones el candidato que menos le gusta a los progres, a los dueños del pensamiento correcto y a los yuppies de la cultura y del sistema mediático. Y la única consecuencia de este hecho democrático es que la gran nación americana, en vez de estar gobernada al gusto de la gente compulsivamente innovadora y gaseosa, va a ser gobernada por los conservadores y tradicionalistas que creen que Dios bendice a América todos las mañanas y que el liberalismo es más justo que el intervencionismo nivelador de los demócratas. Y a esa alternancia se le llama democracia.

Por eso conviene recordar que el comportamiento antidemocrático y protofascista no consiste en haber votado a un candidato que nos parece basto, inculto y políticamente temerario, ni en que, al abrigo de los resultados obtenidos, se forme un Gobierno muy conservador para hacer políticas muy conservadoras, sino en insinuar que cuando no gana nuestro candidato se hunde la democracia, se corrompe el sistema, emerge una ciudadanía estúpida, y se pone la historia a caminar hacia atrás. Así que menos salvadores y apocalípticos, y más barriles de tila para asumir la derrota.

El problema existiría si, en vez de haberse equivocado en su libre y legítima elección, el pueblo americano hubiese arremetido contra la Constitución, favorecido el desgobierno, alentado los nacionalismos separatistas e insolidarios, o levantado los controles de un sistema que, habiendo nacido para anular a tiranos y salvapatrias, es el único que supo mantener con éxito una democracia ejemplar y permanente.

Y no tiene ninguna gracia que los europeos, a los que se nos ha colado en nuestras cultas instituciones los totalitarismos asesinos fascistas y estalinistas, nos pongamos a darle lecciones a los que jamás dejaron entrar a un dictador en la Casa Blanca, y a los que tuvieron que venir dos veces, con su americanismo ramplón y su sangre generosa, a sacarnos del belicismo obsesivo de nuestros Estados, de las espeluznantes masacres uniformadas, y de los crueles totalitarismos -tan xenófobos y asesinos como melómanos de Wagner y de Verdi- que fueron jaleados y aupados por masas enardecidas y votantes abducidos.

Lo de Trump se puede acabar, en cuatro años, votando a otro. Pero la enfermedad contagiosa vuelve a estar en Europa, donde la UE carece de un sistema de contrapesos que frene a los separatistas, xenófobos y nacionalistas que hacen de Donald Trump un angelito. Y donde los glamurosos ciudadanos de Milán, París o Berlín siguen coqueteando con encastillarse otra vez en sus inviables y belicosos Estados. Pero, como aquí ya no se lee el Evangelio, hemos olvidado que es más fácil ver la brizna en el ojo ajeno que la viga en el propio. Una estupidez flagrante, en la que no ha caído el sistema americano.