La España barrenada

OPINIÓN

15 oct 2016 . Actualizado a las 10:14 h.

La lógica tradicional -cuyo olvido subyace en los males de hoy- nos sorprendía en su primera lección con un brillante apotegma: «Lo evidente no se puede demostrar». Y de ahí partí yo el año 2014 cuando, cansado de razonar sobre la grandeza y hermosura de este gran país, escribí un libro -La España evidente- con el que trataba de poner freno al suicidio mental en el que estamos embarcados. Mi objetivo era que la gente, en vez de elucubrar y decir gilipolleces, mirase a su alrededor con talante abierto y sereno, para dejarse llevar -sin prejuicios ni complejos- por el prodigioso espectáculo que tenemos alrededor. Pero he fracasado. Y donde yo veo un capital social e histórico de belleza y dimensiones inabarcables, todo el mundo ve miseria, genocidio, peleas, imperialismo y frustración. Y por eso, para ver si vendo más, me propongo escribir un nuevo libro que llevará por título La España barrenada, que, o mucho me equivoco, o se convertirá en bestseller. El principio lógico del que ahora parto - «evidentia nequit esse ultimum criterium»- hay que enunciarlo en latín, ya que por él se explican todos los males que asfixian a la patria.

Nuestro primer problema es que somos un pueblo condenado a deambular por la historia con la calavera virtual de una España imaginaria, y que, mientras nuestros vecinos se esfuerzan por ordenar vidas y haciendas, nosotros recitamos abrumados e incansables el «to be or not to be». Nuestro problema es metafísico. Y nuestra salmodia tiende a derivar en la náusea que sentía Sartre ante el sinsentido de su odiosa e inevitable realidad. Por eso barrunto que nuestra historia es un reloj parado -como diría el propio Sartre- en esa absurda hora de las tres p. m., «demasiado tarde para muchas cosas, y muy temprano para todas las demás».

Como consecuencia de ese fracaso existencial, la política española está dividida en dos bandos irreconciliables: el de la casta, que se empeña en gobernar el fracaso histórico, y el de la nueva política -independentistas y populistas-, que quieren gobernar un país inexistente. Y por eso resulta coherente que cada cual vaya por su lado, elabore su propia norma, juzgue sus propios actos y escoja sus propias bases. Porque España, al no existir, no tiene pueblo soberano, y en su lugar estamos entronizando a «la gente», que es un sujeto democrático prêt à porter, más barato y manejable.

Nuestra enfermedad es metafísica, brutal, eterna, cósmica e inescrutable. Y no podremos dedicarnos a nada terrenal, por serio y urgente que sea, hasta que un nuevo Big Bang, producto del estrujamiento nacional, genere un universo de Españas de las que solo una, como la Tierra, estará poblada. Y aun así no tendremos remedio, supongo, hasta que venga Cristo a redimirnos. Porque esta historia, a pesar de ser tan fantástica, está más vista que la una.