El mito del Armagedón -ese día de ira en el que se enfrentan todas las fuerzas del bien y del mal en un descomunal e irrepetible combate- lo formuló San Juan Evangelista, con algunas inspiraciones preexistentes, en el capítulo 16 del Apocalipsis. Y su significado venía a ser, en esencia, que, cuando el mal multiplica su desorden, y el caos amenaza el plan de la Creación -eso que en política llamamos «el sistema»- aparecen los siete ángeles encargados de vaciar sobre la tierra los siete cálices del furor de Dios. Y desde ese momento todo el universo se juega su destino en un solo envite, como cuando la luz se enfrenta a las tinieblas.
La nueva política había planteado su asalto al poder como un Armagedón contra el sistema. Y, con una soberbia comparable a la de las grandes rebeliones urdidas contra el orden universal, retaron al pueblo, a la transición, a la UE, a los organismos internacionales y a la simple racionalidad, a un duelo de titanes, en el que unos aparecían como el continuismo estéril, mientras los otros se presentaban como los titanes que iban a gobernar el mundo en nombre de la crisis, la desafección política y la indignación social.
Y este Armagedón terminó ayer -como terminan todos los Armagedones- con el triunfo de la estabilidad y el orden, y con la evidente sensación de que el pueblo se ha hartado de hacer arriesgados equilibrios sobre insondables abismos. El PP gana con brillantez indiscutible, por no decir que propina a sus adversarios -físicos y psíquicos- una malleira histórica. El BNG, que también es un clásico, reclama para sí el regreso del electorado nacionalista que se fue de picos pardos con el populismo descarado. A En Marea le estoupa en los fociños el globo que estaba hinchando con soberbia indescriptible. Y el PSOE, sorpassado aquí, y hundido en Euskadi -donde empata con el PP en escaños-, inicia un incierto viaje como colista de la Santa Compaña, llevando en sus manos el velón de penitente.
Los resultados de Euskadi y Galicia son la vuelta del pueblo por los mismos fueros que hicieron la transición, redactaron la Constitución, superaron el 23F, entraron en la UE, y cosecharon el mayor avance político, social y económico de nuestra historia. Y en España todos sabemos ya -salvo Sánchez, Luena y Hernando- que no queda más que una salida para esta brutal y artificiosa crisis política que generó el bloqueo: que gobiernen los que ganan, y que hagan oposición los que pierden. Pero mi esperanza está en que Sánchez persista en su no hasta darle a Rajoy la mayoría suficiente que necesita, y en que no lleve al PSOE -humillado y derrotado- a una salida falsa. Porque si se retrasa el final un año más, también se quemará la esperanza, que es el PP, en una breve y estéril legislatura. Por eso ahora, más que nunca, son necesarias las terceras elecciones.