Delitos veraniegos

Javier Guitián
Javier Guitián EN OCASIONES VEO GRELOS

OPINIÓN

24 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Tengo que confesar que he cometido un delito. El otro día, a primera hora de la mañana, saqué a mi perra a pasear a la playa sabiendo que las ordenanzas municipales lo prohíben entre junio y octubre; no hay duda, la prohibición está claramente explicitada en unos carteles que hay en las playas. Podría argumentar que también recomiendan un uso prudente de las duchas, y no las hay, pero no lo haré. Podría decir que mi perra no entiende por qué algo que hace todo el año no puede hacerlo en esos meses, pero no lo haré.

Menos mal que una señora, de extraño acento, afeó mi conducta: «Oiga, está prohibido llevar los perros a la playa». Es cierto que ella no estaba en la playa, que se encontraba vacía a esas horas, pero su celo en el cumplimiento de las ordenanzas no podía permitir tal cosa. Cogí a mi perra y me fui para casa. Fui cazado con las manos en la masa y merezco público reproche.

Jamás llevaría a mi perra a la playa cuando hay gente, pero tampoco me sentaría a comer en un restaurante en bañador, sudando y luciendo barriga, y eso las ordenanzas no lo prohíben. No se me ocurriría llevar a la playa la bolsa nevera y diez sillas, ni le gritaría a los niños «Jonathan, cómete el filete empanao o dáselo a Jessica», pero eso tampoco está prohibido. Resumiendo, nunca me haría un selfie con una ración de parrochitas para enviar a los colegas, algo que, obviamente, debería estar prohibido.

Es lo que tiene el verano: cosas normales durante el resto del año se convierten en delito, mientras cosas que jamás ocurrirían fuera de la temporada estival se vuelven normales. Piensen, por ejemplo, en los decibelios. Si es un miércoles de agosto se puede poner La salchipapa a todo trapo en cualquier local de la costa, pero si lo hago yo un martes de noviembre, las ordenanzas municipales caerán sobre mi cabeza; acaso ¿no debería ser delito escuchar a Leticia Sabater en cualquier época del año?

Piensen en los restaurantes. La gente grita, los camareros están agotados y las terrazas están a rebosar de niños que salpican; jamás entraríamos en un sitio así en invierno, pero es el verano. Si alguien pide en otoño unas gambas de la ría es inmediatamente expulsado del pueblo, pero en la temporada veraniega hay gambas, langostinos y hasta tiburón tigre de la ría. ¿Y las sardinas? Esas sí que son las reinas del verano, aunque estén muertas desde hace meses; el otro día vi servir unas que parecían llorar después de asadas.

No piensen que no me gusta el verano ni que estoy resentido con el episodio de la playa; simplemente creo que, ya puestos, el catálogo de delitos veraniegos debería ampliarse a algunas de las conductas citadas. Entretanto, mientras espero que mi delito prescriba, me paso el día tratando de explicarle a mi perra que pronto llegará el otoño y en octubre podrá volver a la playa, que desaparecerán los ruidos y las barrigas al aire en los bares, y que turistas y sardinas volverán a migrar.

Como siempre, en la tertulia dominical de mi pueblo lo expresan mejor que yo: lo bueno del verano es que siempre termina.