Sobre pestes, beefeaters, quejas, gallegos y mujeres

Procopio EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

OPINIÓN

25 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

«Ya habían llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios cuando en la egregia ciudad de Florencia, bellísima entre las ciudades de Italia, sobrevino una mortífera peste». Pampinea lo recordaba como si hubiese sucedido antes de ayer. Y también se acordaba de aquella decisión suya que la había metido en la Historia para siempre. La de reunir a diez amigos, escaparse de Florencia y okupar durante diez días un palacete en las afueras de la ciudad. Siete mujeres y tres varones. Todos jóvenes y alegres. Todavía se acordaba del nombre de los varones: Pánfilo, Filóstrato, Dioneo. Para escapar de la peste pero también del aburrimiento. Porque cada uno se había comprometido a contar cada día una historieta divertida. Diez historias en diez días hacen cien historias. Y quien quiera saber más sobre este asunto puede encontrarlo todavía bien fresquito y coleando en las páginas de Il Decamerone. Le aseguro que no se arrepentirá. Porque Boccaccio es la fiesta del final de la Edad Media como Rubens es la del comienzo del Renacimiento. Ya lo dijo Umbral: los siete pecados capitales en una misma cópula.

Siete siglos después, una nueva peste afligía al mundo. Y muy especialmente al extraño país al que algunos siguen llamando España. Una peste no producida por miasmas, virus o bacterias, sino por algo mucho más moderno e intangible: por noticias. Como las ratas en la peste bubónica, las malas noticias surgían, pululaban y se reproducían por todos lados. Radios, diarios, redes, pantallas, tertulias, casinos, parlamentos, universidades y otras casas de mal vivir. Todo el mundo daba, recibía y reenviaba malas noticias. Y si a alguien se le ocurría insinuar una buena noticia sin más era tachado como hipócrita, vendido al capital o tonto de remate. Y de tan radical pesimismo solo se libraban aquellos que eran capaces de ver el país con ojos y mirada de extranjeros. Turistas, inmigrantes, erasmus, inversores chinos. Y algún buitre financiero made in USA. El asunto traía a Pampinea confundida y pensó que para aclararse quizás resultase conveniente convocar un pícnic como el de Florencia. Pero, otra mala noticia, de aquella alegre y noble gente ya no quedaba nadie. Fue entonces cuando se acordó del Corvus Corax Xacobeus. Y de que nunca había dejado de responder a sus llamadas.

El problema consistía en que desde hacía casi un año Corvus andaba totalmente missing. Sus parientes del Xallas comentaron que quizás aún estuviese en Argentina. Sus enlaces habían informado al Cuervo de que los Kirchner habían decidido esconder joyas y dinero en el paraíso fiscal más antiguo y más seguro: debajo de la tierra. Y allí se fue. A dirigir una cuadrilla que con picos y palas estuvo excavando durante mes y medio en busca del tesoro. Con el mismo afán, pero peor fortuna que aquellos que descubrieron las ruinas de Troya o la tumba de Tutankamón. Todo eran conjeturas. Hasta que el cuervo medio ciego que desde la desfeita del treinta y seis habita en el campanario de Bastavales alzó la voz y dijo: «Parecedes parvos. De seguro que Corvus está alí onde ten que estar». Todas las miradas se dirigieron al ciego, quien se demoró unos instantes complaciéndose en la expectación. Después, con gesto serio, pronunció cuatro palabras. White Tower, London City. Pampinea no necesitó ninguna otra información. ¡Los siete cuervos de la torre de Londres! Los mejor cuidados y alimentados de todos los cuervos del mundo. Porque la leyenda dice que el día que desaparezcan, la Torre se derrumbará y con ella también lo hará Inglaterra. Por eso tienen las alas cortadas: para que no puedan huir. Y también por eso están al cuidado del más importante de los reefeaters: el ravenmaster, el maestro en cuervos. (Y al lector que asocie el término beefeater a una ginebra le aclararé que beaf-eater significa comedor de carne roja. Y así llamaban a los alabarderos del rey porque eran ellos los encargados de servirle la comida y la bebida. Y se supone que con alguna frecuencia no perderían la ocasión de concederse un buen trago o una suculenta dentellada).

Y resultó que lo que había dicho el ciego de Bastavales era cierto. El Corvus estaba allí en alegre convivencia con los aristocráticos cuervos londinenses. Pampinea pudo verlo en la pantalla de su WhatsApp tomándoles el pelo por el pandemónium provocado entre el brexit y el remain. Restregándoles los ojos con el ya famoso titular de un periódico español: «Ingleses tontos, españoles listos».

Corvus exigió que la reunión se celebrase en la Casa Grande de Trasalba. En recuerdo y homenaje a aquel gran don Ramón al que allá por los cincuenta había conocido en Compostela. Don Ramón se alojaba en el Hotel España y Corvus veía que al atardecer salía del hotel para hacer siempre el mismo recorrido. Rúa Nova, O Toural, Rúa do Vilar. Y al llegar al último portal, en el límite con Platerías, se quedaba quieto y absorto contemplando la majestad de la Torre Berenguela. Hasta que sonaban solemnes ocho campanadas. Siempre con el sombrero y el bastón realzando su natural empaque y elegancia.

Transversales, confluentes, mareantes

El impacto de la crisis había sido tan perverso como evidente. El desencanto era fácil de entender. Pero Pampinea pensaba que por debajo de aquella queja universal latía algo más que el descontento. Quejarse se había convertido en un trending topic. Pertenecer al victimato otorgaba una especie de legitimación moral, casi una conciencia de clase. Por eso Pampinea inició la reunión planteando una pregunta: «¿Alguien puede explicar de dónde viene esta ola de insatisfacción?». Un lector de Schumpeter intentó lucirse disertando sobre la destrucción creadora propia del capitalismo. El cambio de ciclo siempre resulta necesariamente doloroso. Una señora biempensante habló de la pérdida de valores, como si los valores fuesen algo que pudiese perderse como se pierde el autobús o una cartera. Pampinea dirigió la mirada hacia donde se encontraba Pseudonimus. Una mirada que a la vez era una súplica. Al Doktor no le apetecía entrar en la materia. Pero Pampinea era su amiga y por nada del mundo quería defraudarla. Y para salvar el trance discurrió una estratagema: imaginar lo que hubiese contestado su admirado Galbraith en caso de haber sido él quien hubiese sido preguntado. Sobre la marcha, en voz baja, como quien habla consigo mismo, fue instrumentando su discurso. Lo que ocurre, dijo, es que la política y la cultura de la satisfacción se han evaporado para siempre. La política neocon -Thatcher, Reagan, Bush y sucesores- ha sido una política hecha por y para clases satisfechas. Con una subclase muda aparcada en los suburbios del sistema. Encajonada en los guetos de las grandes ciudades y sin más posibilidad de protesta que romper unos cristales, quemar un coche o de vez en cuando saquear un supermercado. Pero ahora esta subclase no está compuesta casi en exclusiva por mano de obra sin cualificar, inmigrantes o los últimos expulsados de la agricultura. Amplios sectores de las clases medias han ido cayendo en esa olla, algunos bordeando los niveles de la subsistencia. Y sobre todo ahí están sus hijos. Con sus titulaciones, sus másteres, sus dos o tres idiomas, sus ordenadores. No todo el mundo tuvo el coraje o la ocasión de liarse la manta a la cabeza e irse a trabajar a Múnich o a Dubái, Shanghái o Singapur. ¿Cómo podía alguien extrañarse de que no permaneciesen quietos y callados? No rompen cristales ni queman automóviles. Pero no son una clase muda. Empezaron okupando la puerta del Sol y la plaza de Cataluña. Llegó alguien que supo poner voz al descontento. Artistas de la mercadotecnia política calentaron las redes sociales y las pantallas de la televisión. Supieron, y ese es su gran mérito, sacar a la gente de las plazas y llevarla a las urnas. La transversalidad se convirtió en el concepto estrella. En lugar de derecha e izquierda, arriba y abajo. La casta y la calle. Dos realidades prepolíticas. Confluencia y en Marea fueron las dos grandes metáforas. El Sil afluye al Miño pero después de confluir solo existe el Miño. El Esla afluye al Duero, pero solo es este quien llega a Oporto. ¿Qué es lo que ocurrirá con las tan proclamadas identidades de los confluentes? La Marea sube pero también baja. Y en la bajada, la resaca sabe mucho de ahogados y de desaparecidos. Una cosa es poner voz al descontento y otra gestionarlo. Pronto empezarán las disensiones, pero algo durará por mucho tiempo: la ruptura entre edades y generaciones. Aunque según me dicen ¡ya hay nietos que convencen a sus abuelos a que voten como ellos!

La línea roja de Sir William

Una alborotada discusión sacó a Pseudonimus de su discurso. Apocalípticos e integrados polemizaban sobre el islam y el conflicto de las civilizaciones. Como armas arrojadizas intercambiaban argumentos y exabruptos sobre su posible -o imposible- solución. Pseudonimus hizo ademán de atender lo que entre ellos se decían. Pero un amigo suyo, psiquiatra, sabio y ourensán por dar más señas, le dijo: «Déjate de sociólogos y politólogos. La clave está en Shakespeare. En El Mercader de Venecia». Y desde entonces Pseudonimus guarda en su memoria las palabras que Shylock el judío dirige a los cristianos: «Me parece bien comprar, vender, hablar y pasear con vosotros. Pero nunca querré comer, beber o rezar con vosotros». Ahí está el gran tabú, la línea roja. Porque comer no es solo alimentarse. El verbo nos llega desde cum edere. Etimológicamente comer es siempre comer con alguien. Pero no comer con cualquiera. Y Pseudonimus pensó en quienes habían hecho explotar bombas en el metro de Londres, asesinado periodistas en Charlie Hebdo o masacrado multitudes en Niza. Todos islamistas por cultura y religión, pero también legalmente ingleses, belgas o franceses. Con todos los derechos que otorga la ley. Pero sin poder o sin querer comer, beber, y mucho menos rezar con aquellos que lo eran por herencia y por cultura. Al situar la comida y la bebida junto al rezo, Shakespeare las introduce en lo sagrado. Ayer, hoy y siempre la profunda perspicacia de Shakespeare sobre la naturaleza humana. Ya lo dijo Harold Bloom: «Después de la de Dios, la mente creadora más potente en la historia de la humanidad». Y Pseudonimus pensó que los conquistadores habrían podido cometer innumerables expolios y falcatruadas. Pero gran regalo era ese de poder comer, beber o rezar con peruanos, chilenos o bolivianos como lo que realmente son: nuestros hermanos.

La exclusiva

Un periodista había venido de Madrid ex profeso a la reunión. Y para justificar los gastos y las dietas del viaje necesitaba conseguir alguna información en exclusiva. Se acercó al Cuervo y le dijo: «Estamos en Galicia ¿podría usted contarme alguna novedad sobre el país?». El haber pasado de Londres a Trasalba en menos de seis horas tenía a Corvus medio traspuesto y además el periodista parecía medio parvo. Pero el hecho de haberlo tratado de usted había enternecido al Cuervo y quería complacerle. Para lo cual se inventó una especie de metáfora. Eugenio Montes solía decir que desde antiguo Galicia tiene dos necesidades: la de un rey legítimo y la de un Gran Hereje. No concretaba nada más, por lo que la frase funcionaba como un desafío a la imaginación. Más de siete veces se había leído Corvus la Historia de Galicia de Ramón Villares. De esa lectura deducía que el último rey legítimo debía de ser aquel Afonso Raimúndez a quien un domingo de un año supercapicúa, 1111, Gelmírez coronó como rey de Galicia en la Catedral de Santiago. Aquel que después llegó a ser Alfonso VII y aún más tarde se fue para Toledo como Imperator totius Hispaniae. Desde entonces a Galicia se le quedó un aire como de huérfana. El Gran Hereje no ofrecía muchas dudas. No podía ser otro que aquel Prisciliano asceta, panteísta y enamorador de damas y doncellas. Defensor de dislates como aquél de: «Christus unicornius est» que le valieron ser ajusticiado en Tréveris. El periodista vio peligrar los gastos y las dietas del viaje. Advirtió al Cuervo que lo suyo era la crónica de la actualidad, por lo que esa historia no sería publicable. «Eso le ocurre a usted», le dijo el Cuervo, «por no saber que en Galicia la historia se repite siempre como rabiosa actualidad. Ahí tiene usted hoy mismo al rey Alberto procurando su tercera legitimidad y a algunos diciendo que acabará yéndose a Madrid como Afonso Raimúndez se fue a Toledo. Y ahí tiene usted al Gran Hereje de la Reboraina. Con la barba bien florida y ochenta tacos entre pecho y espalda lidiando Yolandas, Ferreiros, Martiños y Breoganes. Y algunos maledicentes pronosticando -¡Dios y las urnas no lo quieran!- que las próximas elecciones podrían representar su Tréveris particular». El periodista pensó: «¡Qué raros son estos gallegos!». Corvus le adivinó el pensamiento y le dijo: «Lleva usted toda la razón. Los gallegos somos gente del norte, pero padecemos un grave déficit de germanismo. Y eso es así porque fuimos romanizados demasiado pronto y demasiado eficazmente». Pero Corvus no pudo continuar su perorata. Entre otras cosas porque el periodista ya no estaba allí.

Eufrosine y el icono

El sol anunciaba ya su despedida. Mansamente, ceremoniosamente, las primeras sombras de la tarde iban cubriendo los penedos, outeiros, praderas y arboledas de Trasalba. Antes de poner punto y final, Pampinea decidió cambiarle el chip a la reunión. «En Florencia», dijo, «éramos siete mujeres y tres hombres. Aquí la proporción casi es la inversa. ¿Qué es lo que está ocurriendo con las mujeres?». Una señora ya mayor, asidua alumna a las aulas de tercera edad, aprovechó la ocasión para meter de matute la historia del feminismo, una lección que tenía recién aprendida. Desde las sufragistas inglesas hasta nuestros días mostrando su erudición, citando incluso al presidente Wilson: «This is the time to support women’s suffrage». Pero cuando aún no había llegado a Clara Campoamor y a Victoria Kent, un psicoanalista argentino que nadie sabía cómo había llegado a Trasalba la interrumpió y se puso a hablar de seis mil años de patriarcado, de falocracia y de la penetración como símbolo y agente de sumisión. Pampinea pidió, por favor, sentidiño y precisión. Fue entonces cuando la concejala de igualdad de un ayuntamiento gaditano pidió la palabra para resaltar la importancia de la visibilidad. Nadie entendió lo que quería decir. Tampoco mejoró mucho su entendimiento cuando la concejala añadió que se trataba de mejorar la visibilidad del género femenino mediante el uso apropiado del lenguaje. Los oyentes seguían pensando que la mayor o menor visibilidad estaría más relacionada con el apropiado uso de los ojos que con el de la lengua. Todo se aclaró cuando con bien evidente satisfacción la concejala informó de las últimas disposiciones de la Junta de Andalucía. Donde antes se decía «los funcionarios» ahora había que decir «el funcionariado». Los becarios y las becarias pasaban a ser «las personas becadas». Los andaluces eran «la población andaluza» como los niños eran «la infancia», los tutores «la tutoría» y los ciudadanos «la ciudadanía». La concejala resaltó que se trataba de normas de obligado cumplimiento y que inspectores lingüísticos vigilarían aulas y patios de recreo para garantizar ese cumplimiento. Nunca la gramática fue materia especialmente simpática y la propuesta no despertó ni frío ni calor. Sí, quizás, alguna sonrisa levemente irónica. El Cuervo entornó los ojos y se recitó a sí mismo unos versos de Ruiz de Alarcón que pueden leerse en Los favores del mundo: «Es tirano fuero injusto / dar a la Razón de Estado / jurisdicción sobre el gusto».

La reunión ya no daba más de sí y parte del auditorio se había levantado buscando la salida. Pero desde el fondo de la sala se oyó potente la voz de una mujer: «¡Esa obsesión por la igualdad a toda costa es una engañifa!». Porque en esa igualdad la referencia sigue siendo el mundo y las costumbres del varón. Hubo un tiempo que el modelo antropocéntrico pudo haber sido útil y ya bien caliente añadió: «¡Pero ahora la liberación pasa más por marcar las diferencias que por intentar negarlas!». Todas las miradas se volvieron hacia una mujer alta y morena, la nariz aguileña y la melena ensortijada irradiando una energía que no impedía entrever una elegancia entre jipi y art decó. Pampinea la invitó a subir a la tribuna y la mujer, muy segura de sí misma, empezó diciendo: «Cuando Ben Gurion dice de Golda Meir que es el único hombre de su Gobierno, cree y así es aceptado que esa frase es un elogio. Pero para mí es un insulto. Yo no quiero ser ni parecerme a Golda Meir. Puedo querer el poder, pero nunca querré ser Dama de Hierro. Quiero ser como fueron Safo, Eloísa, Virginia Woolf, Lou Andreas Salomé, Rosalía, Hannah Arendt o María Casares. O como lo son Susan Sarandon o Garbiñe Muguruza. Mujeres que para ser lo que llegaron a ser jamás renegaron del encanto y de la seducción». Y ya sonriendo, añadió: «¿Para qué esa obsesión por parecerse tanto a los varones cuando entre el fútbol, el WhatsApp y la manía de parecer más jóvenes son cada vez más aburridos? Y además, la testosterona es una fuente de ordinariez». Todo el mundo se preguntaba quién podría ser esa mujer. Las conexiones del Cuervo funcionaron y en pocos minutos comenzó a fluir la información. Se llamaba o se hacía llamar Eufrosine como una de las tres Gracias. De muy joven había sido una novicia ejemplar en un convento de Carmelitas Descalzas. Hasta el día en el que nadie sabe cómo ni por qué, cayó en sus manos un número de Babelia, el suplemento cultural de El País. Precisamente aquel en el que Manolo Rivas descubre a Santa Teresa como la Marlene Dietrich del siglo XVI y la propone como un icono pop. Funda conventos, viaja, dicta normas, ve visiones, habla con Jesucristo, escribe el mejor castellano de su tiempo. Incluso Rivas dice que Las moradas del castillo interior anticipan a Kafka. Nadie en su tiempo le sacó tanto partido a su vida. Y todo eso envuelto en ese aire de particular exhibicionismo que Bernini supo expresar en el Éxtasis que aún puede hoy ser admirado en Santa María della Vittoria, en Roma. Desde entonces, Eufrosine había dedicado su vida a estudiar y promocionar aquel icono. Para entender las visiones y levitaciones había hecho una estancia de dos años en el MIT de Boston. Ahora llevaba unos meses en Compostela integrada en la tribu neurocientífica que comanda Pepe Castillo.

Una señora ya mayor, comprometida desde antiguo con el movimiento feminista, se acercó discretamente a Eufrosine y le advirtió de los inconvenientes que podrían derivarse de defender ideas y posturas contrarias a las que defiende el movimiento. Eufrosine no deseaba la pelea y susurró: «La ortodoxia es siempre una exigencia del poder. Nunca del pensamiento ni de la libertad». Desde ese mismo sector las críticas arreciaron. No debería nunca confundirse el género con el sexo. Y ya con gesto serio Eufrosine les dijo: «Podéis tener razón pero las depravadas rubias platino del cine negro, los tensos abrazos de la Stanwyck o de la Crawford hicieron más por la liberación de la mujer que los sermones de Simone de Beauvoir». Y aún les añadió una canción que muchos años antes Xosé Luís Méndez Ferrín había oído en una taberna de Ourense. «Tódalas mulleres teñen / por embaixo do mandil / una forza máis potente / ca o mesmo ferrocarril». Bragadoccio se puso en pie y gritó: «¡Bravo!». Eufrosine agradeció el cumplido, y, ya en plan diva, levantó los brazos y mirando al cielo dijo: «Laudata sii diversità delle creautre, sirena del mondo». Abrió su bolso, sacó un espejo, se pintó los labios, ajustó la diadema, alborotó todavía un poco más la cabellera y sin despedirse se dirigió hacia la puerta de salida. Una mujer joven le salió al paso preguntando: «¿Usted cree que todo esto que nos dice ayuda algo a ser feliz?». Sorprendida, Eufrosine se paró en seco y se mantuvo pensativa unos instantes. Y finalmente le dijo: «¿Para qué preocuparse por ser feliz cuando se puede ser interesante?». Y después se fue, aunque nadie sepa adónde.

Una alegre alborada de mirlos y estorninos sacó a Corvus de su sueño. Había pasado la noche en la solana de la Casa Grande de Trasalba. Estaba amaneciendo. Un gallo recordó al sol su obligación de ir devolviéndole a las cosas sus colores. Por los Chaos de Amoeiro un sol aún muy primerizo intentaba levantar brétemas y humedades. Por entre carballos, hayas y castaños iban naciendo breves claridades. Hasta que, de repente, el cielo se hizo azul y la luz llegó con fuerza a todas partes. Allá arriba, en lo más alto, cantaba una calandria. Corvus afinó el oído y creyó poder descifrar lo que cantaba. Siempre le había cabreado que nadie pudiera aclararle que cosa era «o que din os rumorosos na costa verdecente». Pero hoy era el Día de Galicia y valía la pena hacer un esfuerzo. Sus alas ya no eran las de antaño. Pero poco a poco fue subiendo, subiendo hasta llegar a lo alto y poder ponerle una segunda voz a lo que cantaba la calandria. Y aún ahora siguen allí, cantando juntos y mirándose a los ojos cuando el tiempo y el espacio obligan a poner punto final a estas palabras.

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