El abismo

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

25 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

El Reino Unido rompe amarras, se lanza al vacío y arrastra en su caída a los otros 27 socios de la Unión Europea. Es tal la incertidumbre sobre lo que sucederá a partir de ahora que el cronista solo puede describirlo con esa metáfora. En el mejor de los casos, todos resultaremos con serias magulladuras. En el peor, los británicos, los que vamos atrapados de su mano o todos al alimón acabaremos con los huesos esparcidos por el suelo. Entre esos extremos caben otras posibilidades, aunque ninguna óptima: que o bien el presunto suicida o bien el resto de la familia europea consigan aferrarse in extremis a una cornisa y logren evitar, ya que no las heridas, la caída a plomo y el fatal desenlace. Únicamente el pánico, primer efecto del brexit, era perfectamente previsible: viernes negro en las bolsas, desplome de la libra esterlina, desbocamiento de las primas de riesgo periféricas -con los capitales huyendo, despavoridos, hacia el oro, el dólar o el refugio alemán- y alarmantes convulsiones del sistema financiero. Todo lo demás, el porvenir, conforma un océano de incógnitas acongojantes que solo el tiempo irá despejando paulatinamente.

Una parte del edificio en construcción se ha derrumbado. Prueba de que los cimientos no eran sólidos y de que la aluminosis de la crisis económica ha cuarteado los pilares de la casa. Para quienes somos europeístas de razón y corazón, y por tanto los críticos más duros con la deriva del proyecto iniciado con el Tratado de Roma, las causas últimas del hundimiento están claras. La Unión Europea padece, desde su más tierna infancia, una severa cojera democrática. Su diseño, huérfano de cohesión social y territorial, tiene graves defectos. La obra se inició por el tejado. Primero se creó una gran superficie comercial y se antepuso la Europa de los mercaderes a la Europa de los pueblos. Después, antes de allanar el terreno con una política fiscal compartida, algunos países pusieron en marcha la moneda común. Estalló la Gran Recesión, con su impacto desigual en las distintas esquinas del espacio comunitario, y los defectos de fábrica quedaron en evidencia. Al grito de «sálvese quien pueda» se produjo una renacionalización de las políticas comunes. Los dirigentes europeos no estuvieron a la altura del desafío y se convirtieron en meros apéndices, cuando no fieles servidores, de los mercados financieros. Y en ese caldo de cultivo resurgieron, a derecha e izquierda del espectro político, movimientos antieuropeístas que abogan por arrasar la obra construida y levantar las viejas fronteras por donde antaño discurrían las trincheras.

El Reino Unido nunca estuvo cómodo en este club. Tampoco lo están, por razones distintas e incluso contrapuestas, los demás países. Ni los griegos, por ejemplo, sometidos a una brutal dieta de adelgazamiento, ni los alemanes cuando el BCE suministra oxígeno a la Europa del sur. Hay quienes sostienen que la fractura se cura con más -y no menos- Europa. Y estamos de acuerdo: con más Europa, pero con otra Europa.