En medio del océano de mediocridad en el que vivimos desde que se celebraron las elecciones generales, los españoles tenemos al menos un motivo para el optimismo. Mientras los partidos políticos, los nuevos y los viejos, han mostrado su absoluta pequeñez y cortedad de miras a la primera ocasión en la que han sido puestos a prueba, la figura del rey Felipe VI ha emergido en el complicado período de investidura como un referente democrático al que aferrarse en tiempos de vulgaridad política y de absoluta falta de sentido de Estado. Asistimos a un espectáculo penoso en el que los líderes políticos sitúan sus intereses personales por encima de los del país, en medio de un lamentable guirigay en el que todos culpan al vecino y eluden sus responsabilidades. Frente a ellos, el jefe del Estado está dando una lección de profesionalidad, templanza y altura de miras, ejerciendo con ejemplaridad y eficacia el papel que le otorga la Constitución, pero ciñéndose de manera estricta a las atribuciones que tiene encomendadas, sin caer en el error de desbordarlas, pese a que algunos le animaran a hacerlo de manera irresponsable. Cuando algunos insensatos alentaban ya la posibilidad de buscar resquicios para violar la Constitución y convocar elecciones sin que ningún candidato se sometiera a la investidura, solo la determinación de Felipe VI de hacer respetar la ley y de cumplir con el deber que le asigna la Carta Magna permitió que el reloj democrático se pusiera en marcha, obligando así a los partidos a asumir su responsabilidad en un plazo tasado de dos meses. Cosa que, hasta el día de hoy, ninguno ha hecho.
El contraste brutal entre el comportamiento modélico del monarca y el oportunismo arribista de unos partidos que salen de esta reducidos a la mínima expresión, queda patente en el imparable desapego ciudadano hacia los líderes políticos y el creciente respaldo popular que, por el contrario, ha sabido ganarse Felipe VI en menos de dos años de reinado, en los que ha enderezado el rumbo de la institución monárquica tras el período especialmente convulso en el que le tocó asumir la jefatura del Estado.
Ese aprecio popular, que se evidenció en el cariño con el que los reyes fueron vitoreados a su llegada a la Misa de Resurrección celebrada en Palma de Mallorca el pasado domingo -a la que asistieron de manera privada, respetando así una vez más el espíritu de la Constitución-, contrasta también con el hecho de que ni el alcalde de Palma, el socialista José Hila, que gobierna gracias al apoyo de Podemos y de MES-APIB, ni la presidenta de las Islas Baleares, Francina Armengol, también socialista y también apoyada por Podemos y Més, ni ninguna otra autoridad política considerara oportuno recibir a los monarcas a su llegada al templo. Más que reprochárselo, casi habría que agradecérselo, porque no cabe imagen más precisa de la enorme distancia entre un rey volcado en la tarea de poner a su país a funcionar y unos políticos a los que solo les preocupa su propia poltrona.