Veinticinco años del Sergas

OPINIÓN

06 mar 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En memoria de Alfonso Castro Beiras

El tiempo transcurrido desde las transferencias de sanidad puede verse como el período a lo largo del cual se intentó, con poco éxito, reformar la organización del Servicio de Salud. Iniciativa no exclusiva de Galicia, ni siquiera de España. Constituía una respuesta a los cambios del entorno para racionalizar y consolidar el sistema: la universalización de la cobertura, el envejecimiento de la población, la aceleración tecnológica y las expectativas de la población eran y siguen siendo determinantes mayores del gasto sanitario. Comenzando por el Reino Unido y siguiendo por los países nórdicos (con sistemas no idénticos, pero similares al nuestro) la búsqueda de la eficiencia implicaba, de alguna manera, abrir el sector público sanitario a modelos de mercado -denominado interno- bajo la fórmula de «el dinero sigue al paciente».

En nuestro país, en concreto, se planteó dar más autonomía a las instituciones sanitarias (y dentro de las mismas a los profesionales), ampliando su capacidad de gestión, separando las funciones de regulación y compra por una parte y provisión de otra, y, por último, permitiendo mayor libertad de elección. Si bien se crearon algunas instituciones bajo fórmulas alternativas de gestión y se extendió la apariencia -más formal que otra cosa- de la relación entre Administración (comprador) e institución sanitaria (proveedor) como «contrato programa», apenas se avanzó en ninguno de aquellos planteamientos.

No es difícil explicar el porqué. Las organizaciones no están construidas en el vacío. Devienen el producto de decisiones y circunstancias históricas, que, en general, es ocioso juzgar. Se sostienen sobre intereses bien establecidos de muchos y diferentes agentes, en un equilibrio difícil de modificar. Son naturalmente conservadoras. El derecho a la asistencia sanitaria, gratuita y de calidad, es, por otro lado, una conquista social muy valorada, justamente, por los ciudadanos. Nada tiene de particular que cualquier atisbo de cambio produzca temor, ni que este se utilice, con facilidad, como un arma política contundente. En un ambiente de desconfianza y conflicto larvado, la profecía de que las novedades no podrían cuajar tenía garantizado su cumplimiento.

Sin embargo, este análisis no excluye una reflexión autocrítica. La idea de que los complejos problemas de la sanidad tienen una solución única no es una buena idea. Y es errónea. Lo mismo cabe decir de la idea de que el sistema, tal y como lo tenemos concebido, puede compatibilizar objetivos que normalmente entran en conflicto, como equidad y eficiencia. No hay fórmulas incontrovertibles. Pero sí existen actitudes que merece la pena promover. Por ello, se habría avanzado más si en vez de centrarse en la eficiencia, con un significado economicista equívoco que parece alejar el foco de las personas, se hubiera apostado por fortalecer los valores que deberían ser propios del sistema.

Es obligado usar correctamente los recursos públicos. Eso significa emplearlos donde más valor aportan a la sociedad y por ahí se debía haber empezado. Enfatizando la equidad con el matiz -importante- de priorizar a los colectivos más desfavorecidos. Es exigible un esfuerzo (por supuesto, aún se está a tiempo) en medir resultados para garantizar ese valor, en vez de acumular casuística de actividad, y ofrecer esa información con total transparencia. Y debían haberse diseñado procesos de rendición de cuentas y exigencia de responsabilidades, como forma de conquistar la confianza de la gente antes de abordar esquemas de mayor autonomía en las decisiones. Es la combinación de todo lo anterior lo que permite progresar de manera equilibrada entre objetivos en tensión e intereses contrapuestos. La crisis ha mostrado la fragilidad de estructuras excesivamente rígidas. Sigue siendo tiempo de hacerlas más flexibles y, precisamente por ello, más resistentes y receptivas.

Enrique Castellón es médico y economista.