Elogio de los títeres

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

13 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Y de los titiriteros. Es un oficio menor de la comedia del arte, antiguo y clásico, una artesanal fábrica de sueños itinerante, de acá para allá. «De aldea en aldea el viento lo lleva siguiendo el sendero, su patria es el mundo y como un vagabundo, va el titiritero...», canta Serrat reivindicando su memoria.

Utilizan un austero tabladillo para una farsa siempre repetida. Son los herederos de Pulcinella, los títeres de hilo o de plancha, o los más populares, de guante. Sus historias tienen una narración sencilla, diríase que elemental, que se reitera con sus variantes locales. Son los títeres de la cachiporra, de los bastonazos, que asustan y hacen reír indistintamente a lo largo de muchas generaciones a todos los niños del mundo.

Hoy dos titiriteros ocupan las páginas de sucesos tras una muy desafortunada actuación subvirtiendo el lenguaje tradicional y politizando el viejo discurso de la comedia del arte.

Pero el sencillo espectáculo es mucho más que esa anécdota repudiable convertida en categoría gracias a la irresponsabilidad de programadores y ediles del Ayuntamiento de Madrid. No voy a entrar en ello para no colaborar en la ceremonia de la confusión y en el círculo vicioso de una representación que nunca debió de haberse producido.

Yo voy a escribir el elogio debido a quienes ejercen la magia de convertir la historia del entretenimiento teatral en la más modesta de las ofertas escénicas.

Si señalaba que el origen cercano está en la Italia del señor Polichinela, y en el arte palermitano de las marionetas, el oficio viajó a Inglaterra y Pucinella se convirtió en Punch y en Francia fue el guiñol lionés quien cogió el testigo. Siembre contando la misma historia del bueno, del torpe y de malos con el demonio como máxima representación de la villanía.

Hay una gran tradición en España, especialmente con los titelles catalanes, sin olvidarse de la Tía Norica en Andalucía o don Cristóbal en Castilla. No puedo ni quiero dejar de referirme al inigualable Barriga Verde gallego, que frecuentaba mi pueblo cuando todavía era un niño dispuesto a asombrarme por la cultura del espectáculo popular. Aquellas representaciones del viejo Silvent, aporreando al Demonio hasta hacerlo desaparecer con el triunfo del bien concluían siempre con la frase final: «Morreu o demo, acabouse a peseta».

Espero que la provocación reciente de un par de desaprensivos titiriteros no sirva para criminalizar este humilde oficio, anónimo y vagamundo, que lleva a los niños un muy viejo mensaje, que no cabe en las consolas de los videojuegos, historias de reinas tristes, de brujas malas y demonios con cuernos. El elemento común es la cachiporra y la complicidad de todos los niños del mundo jugando a encontrar un lugar feliz en el gran puzle de los sueños.

Mi elogio de los títeres (y de los titiriteros) era una deuda debida. Ahora, creo, es una deuda saldada.