Cuento electoral para Nochevieja

OPINIÓN

31 dic 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Érase una vez un país que, situado sobre el paralelo 42 N (Finisterre), y el meridiano de Greenwich (Monte Perdido y Castellón), ocupaba el mejor solar de la tierra. Rodeado de mares inigualables, con un clima portentoso, y conformado por una diversidad cultural y monumental trimilenaria, tenía 46 millones de vecinos, que hablaban el segundo idioma más importante de la Tierra, y disfrutaban (con 30.500 dólares de PIB per cápita) de uno de los índices de desarrollo humano más altos del mundo. Para ganarle por goleada al Paraíso Terrenal, aquel país de fábula también había construido una democracia avanzada, con gobiernos estables, alto índice de descentralización, y una monarquía -porque sin princesa no hay cuento- que tenía por heredera a una niña de cabellos de oro, de dientes de perlas y labios de rubí.

Dado su rápido crecimiento y transformación social, con muchos millones de visitantes y residentes extranjeros, el país de nuestro cuento sufría de cuando en vez algunos desajustes, que, aunque nunca llegaban a modificar su estatus de paraíso, eran utilizados por el pueblo para alimentar el grave defecto del que siempre hacía gala: un andazo endémico de corrosión interna, o de verdadero autoodio, que, aventado por tertulias y opinadores de fortuna, llegó a convencer a muchos ciudadanos de que vivían en el infierno, y de que la impostada dignidad de la que hacían gala exigía una revolución contra el sistema, para que la aburrida normalidad del bienestar fuese remexida con fermentos de incertidumbre.

Y, aprovechando esta crisis que hemos capeado con bastante fortuna, hemos laminado a líderes como Rubalcaba, partidos como el PP y el PSOE, procesos históricos como la transición, e incluso modelos de bienestar (educación, sanidad y servicios sociales) que -estando aún vigentes- dimos por extinguidos. Y en su lugar pusimos un aquelarre que, a base de fuerzas emergentes y jauja populista, metió la política en la única vía muerta que había disponible: un Parlamento fragmentado que hace imposible el normal funcionamiento del Estado.

En este contexto reaparecieron los intelectuales que jamás tocaron balón, y, lejos de llamar la atención sobre tan extraño desvarío, empezaron a regodearse en dos peregrinas ideas: que esto pasa en las mejores familias, cosa que no es verdad; y que, si se tiene voluntad política, todas las combinaciones -incluidas las más estrafalarias y contradictorias- pueden crear gobiernos funcionales y gestores clarividentes. Y, afirmando que al pueblo siempre hay que darle la razón, como a los tontos y a los pelmas, presentan el caos como orden, el disparate como genialidad y el error como virtud. Por eso hay que prepararse para tiempos difíciles y llenos de suspense. Porque estas Cortes ingobernables eran la meta subconsciente que estuvimos persiguiendo.