Diga 33... o 3.030: el otro grave mal de Cataluña

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

30 dic 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Que entre los siete millones y medio de habitantes de Cataluña, un territorio económicamente muy desarrollado de uno de los Estados más modernos y avanzados de la UE, una ínfima parte (un 0,04 %) milite en un partido asambleario de extrema izquierda que, entre otros ismos pintorescos, tiene al anticapitalismo y al independentismo por bandera, no puede considerarse algo anormal.

Es verdad que renegar hoy del capitalismo social que se ha instalado en el mundo occidental, y de forma destacada en la Europa del bienestar, equivale a refutar la ley de la gravitación universal. Y lo es que la defensa del independentismo, en un mundo más y más globalizado e integrado, resulta cosa reaccionaria donde las haya, aunque se presente bajo el disfraz del radicalismo democrático.

Pero, como en las sociedades pluralistas hay de todo, a nadie puede extrañar que exista en Cataluña un minúsculo partido, cohesionado en torno a un extremismo milenarista, una ética pretendidamente monacal y una estética sans-cullote, tan apolillada como lo es la CUP en todo lo demás.

No, lo extraño no es la existencia misma de la CUP -un lujo inútil y extravagante que todas las sociedades ricas pueden permitirse-, sino el hecho insólito, que sería risible sino fuera tan claramente trágico, de que sus ¡3.030 militantes! (los que empataron a 1.515 el domingo al votar sobre el apoyo o no la investidura de Artur Mas) puedan tener en jaque a Cataluña y, de un modo u otro, a España entera. Tal situación, que no puede ser más estrafalaria, como anteayer comentaba con acierto Luís Pousa en estas páginas, resulta en todo caso la directa consecuencia de la voluntad de los electores expresada en los comicios autonómicos. Y ahí es donde reside el quid de la cuestión.

De hecho, esa Cataluña política y parlamentariamente encupsulada (si se me permite el juego de palabras) tiene hoy, además del territorial, otro problemazo que no es, a la postre, diferente, del que preocupa con razón, desde la noche del 20 de diciembre, a España en su conjunto: que las respetables decisiones individuales de sus electorados respectivos (el de las generales y el de las regionales catalanas) han dado lugar, colectivamente, a un resultado delirante, caracterizado sobre todo por la notable presencia de partidos sin cultura institucional alguna, que creen aún, ¡a estas alturas!, que a España en general, o a Cataluña en particular, le iría mejor con el desgobierno que con la estabilidad.

En Cataluña la situación constituye ya claramente un esperpento. En España, si nadie para en el PSOE a Pedro Sánchez, podría serlo dentro de muy poco. Pues no es verdad, como sostienen algunos, que el electorado nunca se equivoca. Importantes sectores del mismo lo han hecho muchas veces a lo largo de la historia: por ejemplo, siempre que han votado pensando ingenuamente que hacerlo para echar a un Gobierno equivale mecánicamente a elegir a otro en su lugar. Lo que, según hoy resulta bien visible, es un error. Un craso error.