El valor de la transición

OPINIÓN

23 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

La transición es palabra que ha quedado incorporada a la historia de nuestro país. Sin ella no se explica el sistema democrático en el que se desarrolla la actividad actual de los ciudadanos, la hayan o no vivido. Por eso conviene recordarla.

Cuándo comienza o cuándo puede darse por terminada dependerá del convencionalismo del historiador. Para lo primero, podría decirse que hace cuarenta años. Es un dato inexcusable, pero insuficiente. Habría que reconocer todo un proceso. El cambio producido en la sociedad era innegable. La respuesta «después de Franco, las instituciones», era absolutamente irreal. Lo certificó el intento de los verbócratas con Arias Navarro al frente. Los agentes políticos del cambio estaban en España. Triunfarían los socialistas del interior frente a los exiliados; los comunistas eran la fuerza de izquierdas más implantada. Quienes desde otras posiciones ideológicas tendrían protagonismo relevante en la transición habían desarrollado su vida profesional durante aquella etapa. La fecha que constituyó el punto de inflexión del cambio fue la declaración solemne de don Juan Carlos de ser rey de todos los españoles, divididos por una guerra civil y sus consecuencias.

La empresa de hacerla realidad tropezó con no pocas reticencias y obstáculos que no es preciso relatar. Sería aconsejable que se realizara una pedagogía de los innegables aspectos positivos que ha aportado. Como jurista, pienso que lo más destacable de aquella operación fue llevarla a cabo utilizando el derecho, sin violencia. Inter armas, silent leges. La fuerza anula las libertades. Cortar de un tajo el nudo gordiano no es la mejor forma de resolver un problema esencial de convivencia cuando ha sido afectada por una confrontación cruenta. Es preciso deshacerlo, sin dejar de ser consciente de la circunstancia delicada en que se desarrolla la tarea. Por eso, la transición española puede constituir un ejemplo a valorar. Después de años entreteniéndonos en ponerla en cuestión desde la confortable seguridad que ha proporcionado, resulta al menos reconfortante, cualquiera que sea su motivación, que un adalid antisistema reconozca ahora los méritos, incluso el éxito político, de la transición.

El año mágico de la transición tuvo como puntos culminantes la ley para la reforma política, que hizo posible unas auténticas elecciones generales, con un sistema proporcional que respondía a la idea de hacer posible la máxima representación efectiva de los partidos políticos, y una Constitución cuyo mayor elogio es haber sido elaborada por consenso, después perdido. Hubo más visión de lo que convenía al conjunto que cálculo de rendimiento partidario. Me parece mezquino que se haya enjuiciado el comportamiento de las fuerzas de izquierda en aquella coyuntura como una rendición, que invita a la revancha. Lo que procede es consolidar las instituciones sin olvidar el realismo que se tuvo entonces; reformar la Constitución no es un ejercicio académico.