Cataluña, el Waterloo de Pablo Iglesias

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

31 oct 2015 . Actualizado a las 15:56 h.

Cuando las encuestas del CIS hervían por los obscenos extractos de las tarjetas black, Podemos vivió su gran noche de gloria. El peatón de la España que se levanta cada día a las 7.15 y paga sus impuestos con el aliento de Montoro en la nuca había alcanzado entonces el límite de la resistencia humana ante la corrupción. La demoscopia -eso que Martín Caparrós ha bautizado felizmente como «democracia encuestadora» y que acaba de esnafrarse en Argentina contra la realidad de las papeletas- situaba así en la cima de la política nacional al partido de Pablo Iglesias, que se presentaba en sociedad como el ansiado superhéroe dispuesto a salvarnos de nosotros mismos y de nuestros vicios congénitos.

En las elecciones al Parlamento Europeo, el líder de Podemos pasó por primera vez la prueba del algodón de las urnas, y la hoguera de las vanidades siguió alimentando sus llamas sin pausa, hasta que la formación emergente -qué palabra tan pegajosa, cielos- tocó de nuevo ese cielo que quería tomar por asalto en las municipales, donde se supone que ganó, aunque sin presentarse a cara descubierta, en escenarios como Madrid o Barcelona.

Pero, como dicen los sabios ingleses, cada uno acaba por encontrar su propio Waterloo (lo que en Galicia traducimos más enxebremente diciendo que a cada porco lle chega o seu San Martiño). Y el Waterloo de Pablo Iglesias estaba en Cataluña. El 27S bajó de un bofetón incontestable a Podemos de sus mundos de Yupi, donde se puede ser un poquito independentista un rato y apoyar la unidad de España cinco minutos después, y lo devolvió a la amarga arena del circo político.

Puestos a votar, el elector siempre prefiere la versión original y no las medias tintas. Por eso las papeletas se fueron a Junts pel Sí o Ciudadanos, que enviaban un mensaje claro y rotundo frente a las ambigüedades y coqueteos de Catalunya Sí que es Pot.

Iglesias tenía ayer en la agenda su enésimo momento de gloria televisada. Al fin una escena de sofá en la Moncloa. Pisaba la sala de prensa del palacio que aspira a ocupar el 20 de diciembre. El decorado soñado para demostrar de una vez por todas que estaba a la altura de los retos del país y que todos estos meses le habían servido, además de para conocer el cansancio del oficio, para crecer como político. Pero después de una hora de charla con Rajoy, quien salió a hablar con los periodistas era el mismo tertuliano redentor que un día confundió el share y los sondeos con el mundo real. Para qué madurar. Para qué sumarse a Rajoy, Sánchez y Rivera. Para qué asumir la responsabilidad si uno está tan a gusto en ese planeta virginal donde los independentistas ya no se querrán marchar del edén. Mucho mejor afrontar el desafío secesionista con cursilerías como oponer su «espíritu del mimbre» al «espíritu de la porcelana» constitucionalista.

Lo que padece Pablo Iglesias tiene diagnóstico. Es un síndrome al que pusieron el nombre de un niño que se negaba a crecer. Aunque Peter Pan al menos tenía coraje.