Reivindicación de la política

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

13 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El portavoz del BNG dice que su formación no permitirá que ningún imputado forme parte del gobierno de la Diputación de Lugo. El presidente de la Xunta destituye a su delegada en Vigo, implicada en la operación Patos, y a su delegado en Ourense, imputado hace nueve años. Ambos casos, y pueden citarse docenas a derecha e izquierda, ilustran el erróneo camino emprendido por los partidos para drenar la ciénaga de la corrupción: abdicar de la política. Dimiten de su responsabilidad, que incluye la aprobación de leyes y mecanismos para frenar la delincuencia en el seno de la Administración, y la trasladan al juez de turno, que señala -sin pretenderlo, confío- quién es apto y quién no para desempeñar una alcaldía u otro cargo público. Y, así, lo que el pueblo te da con su voto soberano te lo quita, sin que medie condena ni acusación formal, una prematura decisión judicial.

Como sé que me muevo en terreno resbaladizo, a contracorriente de la indignación popular que solicita el linchamiento generalizado de los sospechosos, aclaro que me repugna la corrupción. Voy más allá: hay conversaciones telefónicas intervenidas que, además de producir asco y sonrojo a partes iguales, deberían acarrear el cese fulminante de los interlocutores. Como medida de profilaxis, pero aplicada la terapia en el ámbito que corresponde: la política.

Lo que reivindico es la separación de la esfera política de la esfera judicial. En la primera se dirimen las responsabilidades políticas, en la segunda se solventan las responsabilidades penales. Y, créanme, muchas veces un político irresponsable causa tanto daño a la sociedad como un político imputado. Quien despilfarra recursos en construir una catedral -o un aeropuerto- en el desierto, aunque respete escrupulosamente la legalidad, merece ser condenado no menos severamente que el político que se salta un semáforo en rojo o mete la mano en la caja. Pero con una diferencia: en democracia al primero lo juzgan y sentencian los ciudadanos -con las urnas como tribunal de última instancia- y la pena del segundo la imponen los jueces.

La confusión entre las dos esferas la generaron los partidos políticos. Todos. Los emergentes, todavía vírgenes por no haber tocado poder, porque vieron en los escándalos que afloraban una oportunidad de crecimiento. Los tradicionales, sacudidos por la proliferación de corruptos en sus filas, porque temieron quedar sepultados en las alcantarillas. Unos y otros se enzarzaron en una disputa donde, en vez de ideas o de programas, utilizaron la mierda como metralla. La guerra del tú más y yo más puro que nadie. En plena batalla, aprobaron sus respectivos «códigos éticos» para exhibir su compromiso anticorrupción. Los nuevos, más estrictos, identificaron corrupto e imputado. Los viejos, más hipotecados por su pasado, y por eso una pizca más permisivos, identificaron corrupto y procesado. Todos abdicaron de la política y pasaron el bastón de mando al juez de instrucción.