Pobres

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

10 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Todos los pobres no son mendigos, aunque todos los mendigos son pobres. Hay una cierta dignidad en el ejercicio de la pobreza, un señorío atávico en la formulación última de la tarea mendicante, pero por encima de lecturas románticas está el fracaso de una sociedad que expulsa a sus miembros a las tinieblas exteriores, condenándolos al hambre y a la exclusión. Cada informe de Cáritas acerca de la pobreza es una puñalada certera en el corazón de una sociedad que se reclama capaz de satisfacer las demandas sociales de sus ciudadanos.

Cuatro millones de desempleados son una losa sobre los indicadores amables de la macroeconomía cegata, incapaz de mirar sobre las víctimas de un capitalismo inhumano, enquistado en los ratios económicos de una sociedad que no quiere mirar la paja en el ojo propio.

El dato reside en las colas de indigentes, de parados, de emigrantes, de excluidos que cada día acuden a los comedores de cocinas económicas, de oenegés civiles, de instituciones religiosas o a los bancos de alimentos procurando la sopa de los pobres o el lote de leche, galletas y aceite para ir tirando.

Son estadísticas malditas, ejércitos de gente anónima que viven a los costados de una sociedad de la opulencia, en un Estado dual donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres. Los pobres son nuestros refugiados interiores, no tienen que traspasar fronteras ni asaltar vallas, son nuestros vecinos desposeídos, nuestros sintecho procurando un cajero, un portal de comercio deshabitado donde cobijarse en las noches de invierno. Son los mendigos de las calles principales de nuestras ciudades y pueblos, un paisaje cotidiano para el que ni siquiera miramos. Son las personas que, detrás de un cartel, imploran una limosna, herederos de aquellos centenares de pobres que, después del desastre de Annual, de la pérdida de Cuba o de la guerra de África, recorrían las ciudades de una España mísera y desharrapada mendigando una moneda arrojada desde un balcón sobre una sábana extendida. Volvemos al lugar adonde no quisimos regresar.

Ya no hay pobres de pedir, mendicantes tullidos ejerciendo su doloroso oficio por ferias y mercados. Es más doloroso porque nace en el seno de una sociedad donde el bienestar fue solo un espejismo. Tenemos que mirar para los lados, para nosotros mismos, pues todos somos víctimas de una sociedad injusta, descompensada e insolidaria. En un país de mendicidad creciente todos somos pobres, y el barco que navegaba con rumbo seguro ha naufragado en los escarpados bajíos de un capitalismo voraz.

Es mortecina la luz que se ve al fin del túnel, es un reflejo intermitente, una linterna que ilumina la salida sin aguantar la intensidad de la luz. Vuelve el otoño. Y con él los fríos. En el local de los cajeros urbanos de muchos bancos, los pobres hacen de la noche su lecho y reniegan de una falsa historia que les han contado y que se resisten a creer. Y es aquí cuando nos damos cuenta de que todos somos pobres.