El Toro de la Vega y «lo que quiera el pueblo»

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

18 sep 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Puntualmente, un año más, la salvajada medieval (¡y nunca mejor dicho!) del Toro de la Vega acudió a su cita en Tordesillas. Un grupo de jóvenes locales a caballo hostigan y alancean a un astado hasta matarlo en medio del júbilo de quienes en pleno siglo XXI sienten el mismo placer al ver cómo se maltrata de mala manera a un animal que sentían sus antepasados ¡a comienzos del siglo XVI! La carnicería es ya conocida en toda España y no tardará en serlo en medio mundo, para vergüenza de quienes, pudiendo hacerlo, se niegan a pararla.

Entre ellos, y de forma muy destacada, el alcalde socialista de Tordesillas, quien ha defendido la continuidad de tan depurada muestra de cultura con un argumento que no tiene desperdicio: según el regidor, el Toro de la Vega «se seguirá celebrando siempre que el pueblo de Tordesillas lo quiera y sea legal».

Sobre la cuestión de la legalidad, solo una breve reflexión: justificar la acción de un gobernante en que es legal (gran aportación de María Teresa Fernández de la Vega a la cultura política española) supone una forma pintoresca de concebir la gestión pública: los gobernantes no tienen que elegir entre hacer cosas legales o ilegales (¡estaríamos aviados!), sino entre lo que, dentro de la legalidad, les parece bueno o malo para sus administrados.

En ese sentido, el alcalde de Tordesillas lo tiene tan claro como otros muchos que comparten su visión disparatada de la democracia: a él le parece bien «lo que quiera el pueblo». Ocurre, claro, que el pueblo quiere a veces cosas que nadie en su sano juicio aceptaría: en lo menos importante y en lo que resulta esencial para la paz social y la convivencia democrática.

Por empezar por lo pequeño, el pueblo, sin ir más lejos, suele querer no pagar impuestos ni aquí ni en parte alguna, por más que sepa que sin ellos no podría haber servicios. Pero el pueblo puede querer también, y lo ha querido a lo largo de la historia, cosas sencillamente abominables. Tres ejemplos: millones de norteamericanos estuvieron decididamente a favor, primero de la esclavitud y, una vez abolida, del mantenimiento del régimen indecente de la segregación racial; una parte importante del pueblo alemán aplaudía el odio antisemita de sus dirigentes; muchos pueblos de Europa colaboraron en los pogromos contra los judíos o en los movimientos populares contra los inmigrantes.

De hecho, la evolución de la humanidad ha sido en gran medida una lucha de minorías ilustradas, en el más amplio sentido de esta palabra, contra los prejuicios y la barbarie de sus pueblos que, y es otro ejemplo, no querían aquí que votasen los negros y allí que lo hiciesen las mujeres.

Respetar la voluntad popular es una cosa. Alabar sus bajos instintos, sabiendo que lo son, a cambio de los votos, es otra no solo muy distinta, sino decididamente despreciable.