«Smarts idiots»

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre EL TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

16 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Un sociólogo neozelandés descubrió, allá por la década de los ochenta, que el coeficiente intelectual humano estaba aumentando a razón de tres puntos cada diez años. A este fenómeno se le conoce por el nombre de su descubridor, es el efecto Flynn. Como ocurre con todo -en la ciencia también- el descubrimiento de Flynn tiene sus convencidos y sus detractores que intentan explicar el dato desde encuadres y teorías distintas, pero el hecho indiscutible es que el coeficiente intelectual humano aumenta. En eso andaba cuando consulté a una niña de 15 años que parecía una de esas histéricas que describían Freud y Charcot en el siglo pasado, pero con toda la clínica predominante en nuestro tiempo: los trastornos alimentarios, el trastorno límite de personalidad, las amenazas reales de suicidio, la manipulación del ambiente, la tiranización de los padres y el enfrentamiento al terapeuta. Después de más de treinta años de ejercer el oficio de escuchador profesional lo que resulta más sorprendente es: ¿Cómo es posible que una niña adolescente presente semejante catálogo de síntomas y a la vez, se maneje en la entrevista como una adulta sobrada de recursos manipulativos? Flynn tiene razón. Es evidente que los jóvenes de hoy son más inteligentes a nivel instrumental y tienen mucha más capacidad para adaptarse a los cambios tecnológicos, pero hay más tontos emocionales que nunca. La gente joven parece -y muchas veces lo es- muy inteligente, pero padecen severas carencias a la hora de gestionar sus emociones, son los llamados «smarts idiots». Esta tontería emocional generalizada es una resultante de la pérdida de valores sólidos donde ampararse que padecemos en esta época posmoderna. Ni la religión ni la patria, ni la ideología ni la familia están hoy como para poner límites al deseo y, por tanto, a la frustración. La fantasía del acceso franco a la felicidad y la satisfacción inmediata del deseo lleva de cabeza al infierno de la frustración y desde allí al rebrote de los síntomas propios de quien no tolera límite alguno. El límite hoy no lo ponen los símbolos, sino la biología y la Ley -con mayúsculas-. Así, nos enconramos con muchachos capaces de cortarse las venas porque la última novia los borró del WhatsApp, o con muchachas capaces agredir a sus padres por no dejarlas salir de botellón. Con chicos y chicas que se sienten desdichados porque no pueden acceder al último modelo de teléfono móvil. Son nuevas generaciones mejor preparadas que nunca, hablando idiomas, colgando másters por las paredes, pero con una fragilidad emocional de cristal que rompen con una bronca del jefe o el feo de una amiga. Alguien tendrá que recordar a los padres que hiperprotegen a los hijos frente a la más mínima frustración que así los están debilitando.