El bus, el minitúnel, nuestro perenne complejo y el chauvinismo

OPINIÓN

04 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Nuestro perenne complejo de inferioridad frente a lo extranjero y el chauvinismo francés han sido una estupenda combinación para que la mayoría de los medios de comunicación hayan centrado sus informaciones y pesquisas sobre el accidente del autobús español en Lille en la velocidad del vehículo y en que el conductor estaba siguiendo el GPS, en lugar de cargar las tintas en la ridícula altura de un túnel que forma parte de la circunvalación de la ciudad gala. 

El minitúnel del Grand Boulevard, en el barrio de la Madeleine, mide la fastuosa altura de 2,6 metros, uno menos que la mayoría de los autobuses dedicados al transporte de pasajeros y 1,6 metros menos que la última recomendación de la UE: 4,2 metros, altura mínima exigida para el paso de vehículos pesados. No era suficiente con saber que las furgonetas eran asiduas afeitadoras del techo, ni que un camión se había llevado días antes el pórtico previo que avisa con antelación del exceso de gálibo, sin que las autoridades competentes lo hubiesen sustituido o señalizado de urgencia el peligro de decapitación que corrían la mayoría de los ómnibus que circulaban por ese tramo, en el que, para más inri, no había señal alguna que les prohibiese transitar. 

Si el accidente hubiese sido en España, alguna oenegé, apoyada por ciertos partidos que ven enemigos donde solo hay adversarios,  nos habría denunciado en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y al alcalde, al concejal de circulación, al gobierno autonómico, al de la nación y al sursum corda los habríamos puesto de chupa de dómine por construir este tipo de pasadizos, por permitir por ellos el paso de vehículos de verdad en vez de los de juguete de nuestros hijos y por jugar con una ruleta siega pasajeros. ¡Pero, claro!, como ha sido en Francia, es más cómodo y acorde a nuestra idiosincrasia culpar al conductor porque, al fin y al cabo, es de los nuestros y a cada poco conviene que nos flagelemos. 

Si los 59 pasajeros, 53 de ellos estudiantes de San Sebastián, Bilbao y Vitoria, no hubieran ido adormilados y agachados, la decapitación en masa habría recordado a las que practicaron por esas tierras Robespierre y sus jacobinos. Pero la suerte y la Providencia se aliaron esa madrugada para que únicamente 21 resultasen heridos de distinta consideración, todos ellos, eso sí, perfectamente atendidos por los servicios de protección civil, con el consabido equipo de psicólogos.

Sí dio la talla, como siempre, nuestro embajador en París, Ramón de Miguel Egea, que además de ocuparse con maestría de las labores propias del cargo hacia los compatriotas accidentados, puso el acento en lo sustancial y no en lo circunstancial, como corresponde a un servidor del Estado y perro viejo en estas lides.