Hablando de patrias

Daniel Ordás
Daniel Ordás LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

03 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

H acía muchos años que no iba en coche a España. El viaje en coche a España, ese mítico recuerdo de infancia que huele a bocadillos y tortilla, suena a casetes de Mecano o del Dúo Dinámico, según si decidía yo o mi madre lo que se escuchaba; aquellos viajes de emigrantes por la infinita Francia y las entonces inmundas carreteras de la Cornisa Cantábrica. Todos los hijos de emigrantes recordamos los coches repletos de bolsas y maletas en una época en la que el aire acondicionado sonaba a ciencia ficción.

Esas imágenes me pasaron por la mente al cruzar en un pispás las anchas autopistas del siglo veintiuno con tele para los niños y unos agradables 20 grados a bordo.

Casi todo ha mejorado. En los últimos años he viajado mucho a España (en avión) y siempre me he sentido bien, seguro y en casa. Pero no es lo mismo ir en avión que ir en coche. El avión es como coger un metro en Basilea y apearte en Barcelona, Santiago o Madrid; la carretera da tiempo a la mente, te adaptas, te acercas, es más duro marchar y más apasionante llegar. Los primeros kilómetros son livianos, luego la cuesta arriba de la mitad del camino, la cuenta atrás antes de Irún, 200 kilómetros, 100 kilómetros, luego caen los kilómetros al nivel de dos cifras y después Irún. España. Primera gasolinera, Kas de naranja, jamón, bollicao, kikos, la patria. Luego ves el Cantábrico, más patria. Y a las pocas horas, ves el puente que cruza el río Deva; mi padre se prepara para tocar la bocina, el coche belga que nos adelanta también la toca, más patria, y cuando ya se divisa en el horizonte la silueta de la ciudad de Gijón, mi hermana dice esa clásica frase de «ya estamos llegando a España».

Para los hijos de los emigrantes la patria son encuentros familiares, golosinas, sidra para unos, albariño para otros, la morcilla del pueblo y el chorizo, cuando el chorizo no era un cargo sino un manjar de abuelas y tías.

En estos días en los que en España la palabra patria sufre violaciones de todo género por parte de unos y de otros, recuerdo los viajes de vuelta, el coche abarrotado, las lágrimas por ligues, los amigos y los familiares y el intento de mi madre de exportar patria. Las miradas de complicidad entre mis padres, cuando cruzábamos la frontera suiza sin que nos pillaran una ristra de chorizo, el jamón, las morcillas y los paquetes de café que a mi madre le prolongaban la patria hasta muy entrado ya el otoño.

Los que nunca han comido ni bebido patria, los que no han quemado nunca un casete de Víctor Manuel por escucharlo 30 veces en 2.000 kilómetros, creen que la patria es un trapo de colores o una canción sin texto. Desde Australia, la patria es llegar a Fráncfort y conducir por la derecha; desde Suiza, la patria es el primer Kas de naranja después de la frontera; desde España la patria es una sidra fresca y en Asturias la patria es jugar al balón en el patio de mi casa.

No juzgo ni a los que quieren limitar su patria ni a los que pretenden que no se limite, simplemente regreso muy preocupado de las vacaciones, porque he visto que se pelean por dinero y poder y nos quieren vender que es por la patria, los unos y los otros. Como mi patria cabe en una maleta, en un bocadillo y en un radiocasete, que no me cuenten tonterías, ni los unos ni los otros. Si quieren hablar de política, hablemos de política, pero que no malgasten palabras que les vienen demasiado grandes.

El 1 de agosto en Suiza hemos celebrado el día nacional de mi otra patria, esa que huele a salchicha y mostaza, a cerveza, Ovomaltine y fondue. ¡Felicidades!