¿Qué es el amor, comparado con el odio?

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

02 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El caso de David Oubel, que ha entrado brutalmente en esa trágica historia de la infamia que componen quienes han cometido el más incomprensible y execrable de los crímenes -¡matar a sus propios hijos!-, demuestra, una vez más, que ninguna fuerza hay en el mundo comparable a la del odio, muy superior, sin duda, a la fuerza del amor.

Aún ahora, tras saber lo que ha hecho Oubel, no tengo dudas de que el presunto parricida de Moraña quería a sus pequeñas con la misma pasión que miles de millones de padres comparten a lo largo y ancho del planeta. Pero ese amor, bruñido en el trato cotidiano con los únicos seres humanos que no conocen la maldad hasta que el mundo se la enseña -los niños-, fue en el caso de David, como en el de otros hombres y mujeres, incapaz de apaciguar el devastador torrente de odio que sentía hacia quien había sido su pareja. Por eso, para causarle un dolor inconsolable a quien tanto odiaba, mató de una forma que no es posible siquiera imaginar a quienes tanto amaba -a sus dos hijas, sangre de su sangre- y, ¡misión cumplida!, trató después de suicidarse.

Lo he contado en estas páginas en más de una ocasión. Edgar Allan Poe, que nos legó una maravillosa obra literaria y una estremecedora biografía, contestó un día a la acusación de que imitaba a los románticos alemanes con su prosa de un modo que no dejaba lugar a dudas sobre el negro pesimismo que dominó toda su vida: «El horror no es de Alemania, es del alma».

¿Cómo negarlo? El alma humana, alimentada por el odio, puede llegar a convertirse en un tizón que solo alberga horror. Lo demuestra la historia de las personas y lo prueba también la historia de los pueblos. Las primeras son capaces, en su desesperación, de acabar con aquello que más quieren, para hacer daño a quien más odian. Los segundos, de multiplicar ese mecanismo hasta llegar a extremos casi apocalípticos, cuando el odio individual, adobado en los malos sentimientos compartidos, se transforma en odio político, racial o religioso: el que sufrieron los judíos, los tutsis, los armenios, los camboyanos o los bosnios, delatados, perseguidos y, en fin, asesinados por quienes, hasta que los genocidios comenzaron, eran sus familiares, amigos y vecinos.

Yo siento una gran pena por las dos hijas de Rocío y de David, a las que, de un zarpazo que ninguna de las dos hubiera podido imaginar, quien más debería haberlas protegido les robó todo lo que eran y todo lo que podrían haber sido. Y siento un gran pena por su pobre madre, a la que han privado de un modo tan inaceptable como injusto de una parte esencial de su vida, que ya jamás podrá recuperar. Pero me compadezco también de la víctima del odio que ha provocado esta tragedia: de ese odio que, sin dar tregua, acaba por convertirse en el único motor de la existencia. Para matar, para morir.