Un liderazgo cicatero y no querido

Xosé Carlos Arias
Xosé Carlos Arias VALOR Y PRECIO

OPINIÓN

17 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Probablemente el tópico de que Europa se está haciendo alemana es una tosca exageración, pero hay pocas dudas de que el país centroeuropeo ocupa ahora mismo la posición principal de liderazgo en el continente, dejando atrás al otro polo del «eje franco-alemán». Razones demográficas, económicas (la pujanza de sus empresas), tecnológicas o simplemente geográficas (el desplazamiento hacia el este del proyecto europeo) convierten a Alemania en gran líder inevitable: lo es al margen de que su sociedad y dirigentes políticos deseen o no cumplir esa función. De hecho, da la impresión de que no lo desean, seguramente debido a la azarosa historia del país en el siglo XX. The Paradox of German Power, libro reciente de quien es una autoridad en la materia, Hans Kundnani, da cumplida cuenta de esa anomalía.

Otro autor, el gran historiador económico, Charles Kindleberger, explicó hace tiempo que en procesos de fuerte internacionalización es preciso que exista alguna forma de hegemonía para garantizar la estabilidad económica del conjunto. Pero el líder hegemónico no es alguien que sin más impone su propio orden -su propia pax- sin contrapartidas. Muy al contrario, para conseguir asegurar un orden jerárquico, y así favorecer sus propios intereses en el largo plazo, el líder tiene que generar incentivos para que el resto de países quieran colaborar en mantener ese orden. Para ello es necesario que, en el corto plazo, se muestre generoso, haga concesiones, asuma costes. Eso es exactamente lo que hicieron antiguas potencias hegemónicas del pasado, como Inglaterra antes de la Primera Guerra Mundial, y Estados Unidos después de la segunda (el ejemplo más obvio de esa generosidad inteligente es el del Plan Marshall).

De acuerdo con este argumento, ¿qué debería haber hecho Alemania en estos últimos años para cumplir con su función de país líder y favorecer «la estabilidad hegemónica»? Entre otras cosas, debiera haber reducido su superávit comercial (la otra cara del déficit de los demás); permitido crecimientos de salarios y, en alguna medida, de precios en su economía interna; buscado algún alivio para el exceso de deudas soberanas, más allá del mantra, revelado como enteramente falso, de la «austeridad expansiva» (por ejemplo, mediante la emisión de eurobonos)

Nada de eso se ha hecho realidad. Al final, algunas expresiones cargadas de intención (que algunos grandes medios y ciertos grupos de economistas agitan todos los días) han acabado por atar y condenar a aquel país a una actitud temerosa y cicatera: «mutualización de deudas», «unión de transferencias», «importación de inflación», «quiebra del BCE debido a su política activa», «perderemos los ahorros por culpa de las cigarras del sur»? Todo ello provoca temblores en un gran país que debiera garantizar la estabilidad y la integración en el continente, y que más bien se está convirtiendo en fabrica de inestabilidad y sentimientos antieuropeos.