Pensemos en los jóvenes. Y luego en la política

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

08 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

La política de las sociedades democráticas se caracteriza por una creciente brecha entre una minoría de personas que se dedican profesionalmente a ella y la inmensa mayoría, que la ven con una desconfianza que no deja de crecer. Lo sabemos en España por los sondeos del CIS, que ilustran científicamente lo que todo el mundo puede comprobar en su entorno más cercano: que la inmensa mayoría de la gente solo habla de política y de quienes la practican para denigrar a la primera y mostrar su desconfianza en los segundos.

El que esa actitud no sirva para otra cosa que para reforzar el mecanismo que permite a los partidos monopolizar la gestión de los asuntos que a todos nos conciernen no impide reconocer las causas que la explican. Empezando, claro está, por la primera y principal: que en la edad en que gran parte de los futuros políticos empiezan a saltar de cargo en cargo, la mayoría de los jóvenes no encuentran razón alguna, sino todo lo contrario, para entrar a militar en un partido.

Un altísimo porcentaje de esos jóvenes estudian en la universidad o se encaminan a la formación profesional con la intención de prepararse adecuadamente para encontrar luego un empleo que les permita avanzar en su trabajo y tener un futuro digno desde el punto de vista laboral, condición sine qua non para plantearse un proyecto de convivencia que conduzca a formar una familia. Los jóvenes tienen, además, en altísima estima dos bienes inmateriales a los que difícilmente van a renunciar: la libertad de pensamiento y expresión (el poder pensar y decir lo que les plazca) y la aspiración a una sana combinación entre trabajo y tiempo libre que les permita gozar de cientos de actividades relacionadas con el ocio.

Los jóvenes que, por la razón que sea, optan por entrar en un partido renuncian a todo ello: a una carrera laboral, casi siempre incompatible con la dedicación profesional a la política; a la libertades de pensar y hablar con libertad, pues de ambas se apoderan sus partidos; y a un disfrute razonable del ocio, porque la política profesional es como un monstruo que devora el tiempo libre.

Tan descarnada realidad, y no el desinterés inicial por la política, es la que permite entender que cientos de miles de chavales se vayan alejando de ella a medida que comprueban que su práctica les exigiría renunciar a aspectos de su vida que consideran esenciales.

Por eso, si queremos romper de una vez el muro que separa a los políticos profesionales de los restantes ciudadanos, lo que sería esencial para avanzar en una democracia de calidad, hemos de reinventar otra política: una que sea compatible con el trabajo, con el ocio y con algunas libertades esenciales de la modernidad. Es decir, una que sea, en una palabra, compatible con una verdadera vida plena.