Grecia: no es por aguarles la fiesta, pero...

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

28 ene 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

La respuesta de una parte de la opinión pública española, y de los partidos que la representan o aspiran a hacerlo, ante la victoria de Syriza recuerda a la que se produjo tras la de François Hollande en las presidenciales del año 2012.

Entonces, como ahora, se habló del fin de una época en la UE y del inicio de un giro radical de las políticas que desde ella se impulsaban para la salida de la crisis. Luego, esa gran revolución quedó en poco más que nada: Hollande hubo de sustituir su programa de expansión por un duro ajuste, similar a los practicados por los Gobiernos conservadores europeos, y se convirtió en el político más impopular de la V República, impopularidad que solo ha menguado un poco tras la habilidosa administración que ha hecho Monsieur le President del atentado contra la revista Charlie Hebdo.

En realidad, el entusiasmo por la victoria de Syriza debe ser colocado en un contexto que aconseja rebajar la expectativa de que con la llegada de Alexis Tsipras a la presidencia del Gobierno todo va a cambiar en un país cuyos ciudadanos, en conjunto, y al margen de la responsabilidad de cada uno en el manejo de su capacidad de endeudamiento, no son más responsables de sus males que por haber votado a una clase política mentirosa y despreciable, pero que, al menos, sí lo son de eso plenamente. Las desgracias de Grecia no pueden achacarse a la troika, sino a quienes condujeron al país a la trágica situación en que hoy está y a quienes les otorgaron su confianza por el mismo procedimiento democrático con que acaban de dársela a Syriza.

Para que los saque de ese terrible atolladero, los griegos, hartos como estaban de las impresentables élites de siempre, acaban de votar a una coalición de partidos que dice tener fórmulas mágicas para resolverlo todo al mismo tiempo. Es decir, han optado por lo único que les quedaba por probar. Txipras tiene ante sí, pues, un desafío histórico formidable, para el cual sale pertrechado de una gran mayoría parlamentaria, que, debido, sin embargo, al premio al ganador (los 50 escaños que se regalan a quien vence en los comicios) y a la baja participación, representa a una exigua minoría de electores: el 23 %, es decir, menos de uno de cada cuatro griegos con derecho de sufragio han votado a Syriza.

Con esos mimbres tiene el vencedor que recomponer una economía totalmente destrozada y un sistema de partidos tan descompuesto que necesita del citado premio al ganador pues es incapaz, por sí mismo, de alumbrar mayorías estables (ni aún inestables) de Gobierno. Hay, pese a ello, quien mira hacia Grecia como la nueva esperanza blanca de la izquierda, despreciando el hecho cierto de que la victoria de Syriza no es una expresión de heroísmo, sino de desesperación. Aunque sin duda menos épica, esa es la cruda realidad.