Pablo Iglesias, ¿libertad para qué?

Gonzalo Bareño Canosa
Gonzalo Bareño A CONTRACORRIENTE

OPINIÓN

25 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

«Que existan medios de comunicación privados ataca la libertad de expresión». La teoría del líder de Podemos, Pablo Iglesias, se parece mucho a la respuesta que Lenin le dio a Fernando de los Ríos cuando este le preguntó en qué momento traería la revolución la libertad de prensa para los rusos. «¿Libertad para qué?», contestó el líder bolchevique, según relata el propio De los Ríos en su libro Mi viaje a la Rusia soviética (1921). El hecho de que un partido que hace de la transparencia su bandera ataque a los medios de comunicación privados refleja las profundas contradicciones en las que está cayendo Podemos a medida que se ve obligada a explicarse. Los medios de comunicación privados deben existir, entre otras cosas, para denunciar a quien hace un mal uso de los fondos públicos, como es el caso del número dos de Podemos, Íñigo Errejón, y para que dé por eso unas explicaciones que todavía no ha dado. Responder con «la risa» y achacarlo todo «al odio», como plantea Iglesias, no es suficiente ni ejemplar.

No es esa, sin embargo, la mayor contradicción de Podemos. De hecho, su empanada mental es de tal calibre, que ataca irresponsablemente y sin alternativa la Constitución democratica y denigra la transición, mientras utiliza como música de fondo de ese pensamiento adanista los himnos que encarnan en el imaginario colectivo esa época que alumbró la etapa de mayor libertad de la historia de España. Si la transición española es una basura que solo sirvió para maniatar a los ciudadanos con un candado, ¿en qué se convierten quienes la hicieron posible, los que se desgañitaron en los conciertos de Lluís Llach, de Labordeta, de Quilapayún o de Mercedes Sosa, o los que pagaron con cárcel y hasta con la vida la lucha por ese candado del que habla Iglesias?

Tampoco parecen entender en Podemos que una cosa es que en los grandes partidos haya políticos corruptos que deshonran los cargos que ostentan y otra muy distinta que se pueda descalificar globalmente a esas fuerzas y, lo que es peor, a los más de 20 millones de españoles que llevan décadas entregándoles su confianza y que no tienen por qué pedir perdón por ello ni darse golpes en el pecho, como si España se hubiera convertido de pronto en esa China de Mao en la que, durante la revolución cultural, se obligaba a catedráticos y profesores a ser humillados públicamente por alumnos imberbes. Nadie tiene derecho a convertir a votantes, simpatizantes y cuadros de ningún partido en cómplices de los desmanes de sus líderes, sean muchos o pocos.

Millones de españoles comparten con Pablo Iglesias el anhelo de regenerar y depurar los partidos políticos y las instituciones. Pero la descalificación y el insulto hacia todo lo que no sea Podemos no es seguramente el mejor camino para dar paso a una nueva etapa en la que la que el compromiso común de actuar con total honestidad y transparencia, y de sancionar más severamente a quien así no se comporte, no impida la legítima discrepancia política.