Hablemos en serio del patrimonio eclesiástico

OPINIÓN

22 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

No deja de ser una desgracia que la difícil cuestión del patrimonio eclesiástico se esté empezando a replantear en este momento de indignación general, cuando todos buscan culpables, cuando la idea de la secularización la fijan y manipulan los más ignorantes, y cuando mucha gente piensa que todas las instituciones son cuevas de ladrones. Y por eso, a propósito del convenio firmado por Rajoy para la conservación de la catedral de Santiago, quiero recordar cuatro cosas.

Si hablamos de patrimonio cultural y artístico, la Iglesia española es la gran creadora de un tesoro nacional que nos sitúa -después de Italia y Francia- entre los países más ricos del mundo. Casi todo el vasto patrimonio que enseñamos en nuestras ciudades y pueblos es de origen religioso, y solo gracias a la Iglesia existen miles de aldeas, en las que el Estado apenas es visible, que lucen con orgullo sus prodigiosos tesoros.

También hay que saber que la Iglesia recibió del Estado una cantidad de bienes infinitamente menor a la que el Estado le confiscó a la Iglesia, y que solo el que no quiere ver puede ignorar la enorme cantidad de universidades, parlamentos, tribunales, delegaciones ministeriales, museos y hospitales que siguen brillantemente instalados en edificios de la Iglesia. También la Iglesia roturó tierras, hizo caminos y regadíos, y levantó pueblos que configuraron la base del Estado moderno. Y bien puede decirse que sin el patrimonio confiscado a la Iglesia, ni las bibliotecas históricas universitarias, ni la misma Biblioteca Nacional, ni los museos de pintura y escultura tendrían la más mínima relevancia.

Tampoco conviene olvidar que, lejos de haber servido para generar un proceso de socialización de la propiedad y de conservación del patrimonio, las sucesivas desamortizaciones de los siglos XVIII, XIX y XX fueron una impresionante catástrofe para un tesoro nacional y público que en buena parte se perdió, y que en otra parte se restauró después, para rescatarlo de la incuria del Estado, con costes astronómicos. Y lo último que quiero decir es que la llana afirmación de que el patrimonio de la Iglesia es privado -en Forcarei siempre decían que solo la iglesia y el cementerio son patrimonio común- implica ignorarlo todo sobre la función social de la propiedad, o no querer ver que por cada persona que entra en un palacio del Estado entran cinco mil ciudadanos de todo el mundo en las iglesias y catedrales.

El patrimonio del Estado y el de la Iglesia son cosas distintas. Pero si hablamos del patrimonio de la nación, en el que ambos conceptos confluyen, la Iglesia es su mejor creador y custodio, y un extraordinario y temprano ejemplo de generosidad y cultura. Por eso tenemos que cuidarlo entre todos, aunque algunos piensen que ya hemos pagado todas las deudas históricas con la mezquita de Córdoba.