Ellacuría y la matanza de los jesuitas

Nacho Uría FIRMA INVITADA

OPINIÓN

17 nov 2014 . Actualizado a las 04:00 h.

Ayer se cumplieron 25 años del asesinato de los jesuitas de El Salvador y de dos mujeres que presenciaron el crimen, acribillados por los militares en el campus de la Universidad Centroamericana (UCA). Entre ellos, el rector Ignacio Ellacuría (Portugalete, 1930), un vicerrector y el director del Instituto de Derechos Humanos. En 1989, El Salvador llevaba diez años de guerra civil (70.000 muertos, 8.000 desaparecidos), y el nuevo presidente, Alfredo Cristiani, convocó a la guerrilla a una mesa de diálogo supervisada por la ONU. El FMLN participó en el encuentro de la ciudad de México, pero al mismo tiempo sitió la San Salvador con dos mil quinientos hombres. El ataque se había planificado para obtener una posición de fuerza en la negociación.

Como respuesta, el Estado Mayor salvadoreño ordenó bombardear los barrios pobres donde se habían emboscado los guerrilleros, que a su vez utilizaban a los habitantes como escudos humanos. La universidad acogió entonces a decenas de refugiados, excusa perfecta para acusarla de ser la quinta columna de los revolucionarios.

Un grupo de coroneles, conocido como La Tandona, advirtió a Cristiani de la operación que iban a realizar contra los jesuitas. El presidente se opuso, pero La Tandona estaba muy encima del poder político. La CIA no impidió la misión porque consideraba a Ellacuría una peón del comunismo en América Latina. En especial, desde que la UCA reemplazara a la Católica del Ecuador como destino formativo de los jesuitas latinoamericanos.

A las dos de la madrugada del 16 de noviembre de 1989, un comando del batallón Atlácatl del Ejército irrumpió en la UCA. El ataque duró veinte minutos, en los que lanzaron tres granadas y un cohete antitanque, además de rematar a las ocho víctimas. Poco después, un helicóptero ametralló la residencia. No hubo supervivientes.

Una década antes, el ejército había asesinado al también jesuita Rutilio Grande. El funeral lo celebró el arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, y asistieron cien mil personas, no así el nuncio vaticano. En los tres años siguientes murieron asesinados seis sacerdotes más, hasta que en 1980 la víctima fue el propio Romero -hoy en proceso de canonización-. Un francotirador lo asesinó en una eucaristía cuando se disponía a realizar la consagración. Su muerte no detuvo el terror, ya que pocos meses después la Guardia Nacional violó y fusiló a cuatro misioneras estadounidenses de la Sociedad Mary Knoll. En reiteradas ocasiones, las religiosas habían declarado que «seguirían firmes en la lucha al lado del Bloque Popular Revolucionario».

Antiguo alumno de los jesuitas de Tudela (Navarra), Ignacio Ellacuría se había formado con Karl Rahner y Xavier Zubiri, que dirigió su tesis doctoral. Brillante y severo, algunos compañeros lo llamaban El Rey Sol por su arrogancia, que sus discípulos consideraban simple timidez. Sea como fuere, tenía un notable habilidad para hacerse enemigos. También entre sus superiores, que lo excluyeron de los cargos de gobierno de la Compañía por la fuerte polarización que provocaba.

Alineado con la Teología de la Liberación, Ellacuría afirmaba que la causa de la guerra no era la agresión comunista, sino la enorme desigualdad social. Por tanto, la paz solo llegaría si cesaba la explotación de los pobres, que constituían el 70 % de los salvadoreños. Algunos obispos, como Marco René Revelo -auxiliar de Romero en el momento de su muerte­- o el salesiano Pedro Arnoldo Aparicio, rechazaban ese análisis porque, decían, justificaba a la guerrilla y fomentaba el odio.

Eran tiempos de bombas y secuestros en la universidad, de torturas y amenazas («Haga Patria, mate un cura»). El bando comunista, asesorado por el régimen cubano, también actuaba con violencia. Los reclutamientos forzosos de campesinos eran habituales, así como las desapariciones y los asesinatos de los que se negaban a colaborar. En síntesis, ni unos ni otros querían la paz, pero tampoco eran capaces de ganar la guerra.

Con Pedro Arrupe como superior general, la Compañía de Jesús había actualizado su misión afirmando la unión inseparable de la fe y la justicia. El sacrificio de los jesuitas de la UCA confirmó un augurio de Arrupe formulado en 1975 en la Congregación General 32: «No trabajaremos en la promoción de la justicia sin pagar un precio».

En El Salvador, el precio fue la vida, pero el resultado, la paz. Después de una década de violencia salvaje, la guerra terminó en 1992 con los acuerdos de Chapultepec. Una paz construida sobre decenas de miles de muertos inocentes, pero paz al fin. Su semilla, plantada por monseñor Romero, los jesuitas y miles de héroes anónimos, había germinado.