Luchando cara a cara contra el ébola

Marta Arsuaga Vicente FIRMA INVITADA

OPINIÓN

09 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

U na se siente inmersa en un mono amarillo con dos pares de calzas, dos de guantes, caperuza, mascarilla, gafas similares a las que se utilizan cuando se esquía con ventisca. Todo sellado, sin conexión con el exterior. Cada movimiento ralentizado. Oyendo tu propia respiración con sonido envolvente. Con una mezcla de entusiasmo, ya que profesionalmente tener la ocasión de tratar a un paciente con ébola es una oportunidad que no todos los médicos tienen, y por otra parte de preocupación. ¡Madre, estoy en una habitación con un paciente con ébola! Aun así, las sensaciones duran lo que tardas en atravesar los dos dinteles y un segundo más, después hay que ponerse manos a la obra, que el cronómetro se ha puesto en marcha.

Las dos primeras experiencias con esta enfermedad, aunque fructíferas en cuanto a aprendizaje, nos dejaron mal sabor de boca, ya que fuimos testigos de lo demoledor de este virus y de lo atados de manos que nos sentíamos frente a él.

No habíamos podido sacar a ninguno de los dos primeros pacientes adelante, después de días de lucha y dedicación, y cuando aún no estábamos repuestos de este varapalo ni descansados, llegó la noticia bomba, la caída de nuestros cimientos, la pérdida de nuestra principal consigna ante cualquier actuación: «Lo que no puede ocurrir nunca es que se infecte alguien del personal».

Yo estaba con mi amigo y compañero Fernando de la Calle de vacaciones cuando recibimos la noticia. Mi primera reacción fue de incredulidad. El mismo día de nuestra llegada, sin todavía creernos mucho lo que acontecía, y a pesar de la preocupación social y la de nuestros familiares, y de nuestros propios interrogantes, el saber que una compañera estaba infectada con esta enfermedad nos impulsó a trabajar con más tesón en vez de echarnos atrás. Habíamos estado codo con codo en la atención a los otros pacientes y esta vez no iba a ser diferente.

Yo confiaba en los equipos de protección. Si hubiera alguna brecha en ellos, habría más personal infectado. Aun así, enfundártelo de nuevo era diferente, porque aunque nos vestíamos con el mismo mimo, poníamos, si era posible, un extra de prudencia y precaución.

Atendíamos diariamente a una compañera que sabíamos que podíamos ser nosotros mismos. La afectación psicológica de todo el personal era palpable. Confiábamos en su juventud y en su salud previa, pero ya habíamos sido testigos de lo que este virus podía hacerle en horas a una persona. Vivimos momentos muy malos, en los que nos temíamos el peor desenlace, momentos de muchas dudas. Pasábamos las horas sin apartar la vista del monitor, que nos mostraba a una compañera que luchaba con todas sus fuerzas por continuar y mejorar, pero todos éramos conscientes de que hasta el más fuerte puede flaquear.

Esos días fueron agotadores física y emocionalmente. En el hospital no se paraba, pero irte a casa no te hacía desconectar. El ébola era el único tema de conversación. Yo suelo dormir como un tronco, mi madre siempre me lo ha dicho, pero esos días me costaba conciliar el sueño y me despertaba de madrugada con la sensación angustiosa de que algo malo había pasado.

Así que nuestros días pasaban entre noches sin dormir, conexión perenne a un WhatsApp en el que el emoticono de sonrisa nunca aparecía, pidiendo antivirales que confiábamos podían ayudarla, consiguiendo plasma de una convaleciente y compartiendo impresiones con colegas extranjeros.

De toda experiencia se aprende y esta no ha sido diferente. Ya con el primer misionero nos dimos cuenta de que poner un espejo en la esclusa facilitaba el desvestirse, que el tener un intercomunicador (como el que se usa para los bebés) ayudaba a la comunicación. Pequeños detalles que no estaban escritos en ningún sitio, pero que para nosotros han sido cruciales.

Se han ido fraguando los protocolos de cara a mejorar la seguridad del personal y la atención del paciente. Tenemos protocolos vivos, en continuo cambio, con la misma base fundamental que tenían desde el principio, pero con matices que lo hacen más acorde a nuestro medio y a nuestro personal. Existe la posibilidad de que llegue otro paciente infectado y solo queremos hacerlo mejor si cabe, contar con la mejores instalaciones posibles, seguir construyendo protocolos, formarnos con nuevos trajes que nos permitan una estancia más confortable y duradera en la habitación y continuar con el mismo equipo humano que hemos consolidado.

Solo me quedan palabras de agradecimiento. A mi chico, a mi familia y a mis amigos por la confianza. A mis compañeros médicos, enfermeros, auxiliares de enfermería, celadores, técnicos de laboratorio y rayos, personal de limpieza, equipo directivo y gabinete de prensa, con los que hemos trabajado codo con codo, aunando fuerzas en horas interminables de forma unificada. Y gracias, Teresa, por tu fuerza.

Marta Arsuaga Vicente es doctora de la Unidad de Medicina Tropical del Hospital La Paz-Carlos III y miembro del equipo médico que atendió a Teresa Romero