Jeta Negra

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre EL TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

19 oct 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Últimamente los ciudadanos de a pie no ganamos para cabreos. Aún calientes del sofoco de ver al señor Pujol con toda la camada escondiendo el hueso en Andorra, y nos disparan las catecolaminas con el señor Fernández Villa levantando el puño con una mano y haciendo peto a escondidas con la otra. El cabreo está siendo acumulativo, nos vamos a obstruir de tanto tragar sin que nos den tiempo a evacuar indignaciones.

La saga de los jetas con tarjeta ha sido la última entrega que nos toca digerir.

Hannah Arendt escribió sobre la banalidad del mal, de cómo se pueden cometer los mayores horrores sin tener la más mínima consciencia de que lo que se está haciendo está mal. Los encargados de hornear a millones de personas en los campos de concentración escuchaban a Wagner y acariciaban el flequillo a sus pequeños antes de dar la orden de encender el gas. Hacían su trabajo con rigor y la conciencia tranquila de ser unos buenos funcionarios.

El ejercicio de cualquier poder siempre se apoya en una cierta cosificación del otro, en su sometimiento y menosprecio. El mundo de dominantes y dominados es muy distinto.

El hueso del asunto de las tarjetas es su uso generalizado en determinadas parcelas de poder. Estuvo -y aún está- tan extendido en esos ambientes que se ha convertido en una banalidad, en un hecho sin ninguna censura consciente. Los jetas negras son un grupo de canallas convencidos de que no han hecho nada malo, ni nada fuera de la norma en su forma de vivir. Hasta aquí hemos llegado en este mundo de plástico que nos hemos construido. Hay que darle una vuelta al cómo hemos podido llegar a esto y trabajar a fondo para introducir mecanismos de control eficaces que impidan que algunos se hinchen tanto como para acabar flotando por encima del bien y del mal.

Lo vulgar es la cara más doméstica de todo este asunto y consiste en la forma de tirar de tarjeta negra -de lo más chic en la cartera, entre la de El Corte Inglés y la del Leroy Merlin-. Se lo gastan en lo mismo que todos, solo que a lo bestia y sin control. Tienen querencia por los buenos restaurantes, los buenos caldos, los viajes, las fiestuquis, la ropa de marca, las joyas, los buenos partidos de fútbol, los spas y los locales de belleza. Como casi todo el mundo. Solo que en ellos la codicia, la posibilidad y la impunidad les borra el límite y acaban zombis, apurando la negra como si fuese el último tango en el infierno.

Bienaventurados sean los límites en las tarjetas y en todo lo demás.