¿Gallegos? ¡Gallegos somos todos!

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

20 abr 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

La ruleta del azar, habitualmente aviesa, marca a veces el número de la fortuna. A mí y a varios amigos que me acompañaban nos sucedió en La Habana el 8 de diciembre del 2007. Galicia y Cuba conmemoraban aquel día, solemnemente, el centenario del himno gallego. Al anochecer, cuando nos aprestábamos a engullir el pollo con frijoles, regado con cerveza Bucanero, llegó él. Avanzaba con paso vacilante entre las mesas de El Aljibe. Y alguien del grupo dio la voz de alerta: «Mirade quen acaba de entrar: é Gabriel García Márquez».

Pocas veces la vida se estremece con las sacudidas de la emoción hasta producir calambres en los músculos del alma. Esa conmoción de alto voltaje provocada por el alboroto de sístoles y diástoles. Cien años de himno identitario y, como colofón, la charla -breve, intensa, distendida- con el maestro universal que veneras. Atesoradas en el cofre de la memoria guardo sus primeras palabras en la singular ocasión. En cuanto conoció nuestra identidad, Gabo nos escudriñó uno a uno, golpeó con la mano derecha la hucha del corazón y dijo con solemnidad:

-¿Gallegos? ¡Gallegos somos todos!

Hacía años que yo espigaba, con fruición, las reiteradas alusiones de García Márquez a sus raíces gallegas. Había leído el relato de su viaje a Galicia en 1983 y seguido puntillosamente las pesquisas realizadas por Carlos G. Reigosa. Supe entonces que, para descifrar el enigma, se precisa el concurso de dos mujeres. El de su bisabuela Tranquilina Iguarán, panadera exquisita -hasta que una crecida del río le desbarató el horno- que le contaba en Aracataca espantosas historias sobrenaturales. Y el de Úrsula Iguarán, laboriosa, autoritaria, menuda e incrédula, madre y cabeza de siete generaciones de Buendía. Dos mujeres, la real y la mágica, que comparten cien años de soledad mientras caminan hacia el éxtasis de la ceguera y del delirio, el espacio de lo real maravilloso donde toda frontera se difumina.

No busquemos a Tranquilina en los legajos del Registro Civil ni a Úrsula en el frondoso bosque de la imaginación. Ambas conforman una entidad a la que solo podemos acercarnos desnudos, despojados de la razón, los poros abiertos al misterio. Si así lo hacemos, si dejamos que la lluvia encharque la piel y los huesos, quizás podamos vislumbrar, conmovidos y fascinados, la húmeda galleguidad que anida en la obra de García Márquez. La pista nos la brindó él mismo en 1983: «Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe».