¿Qué es un investigador?

José Carlos Bermejo Barrera FIRMA INVITADA

OPINIÓN

25 ene 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Hay palabras que han desaparecido en la universidad, como enseñar, aprender, estudiar, trabajar, leer, escribir y descubrir. Frente a ellas, que describen todo lo que es posible hacer en una universidad, triunfa el vocabulario ampuloso y vacío, en el que términos como docencia, gestión e investigación ocupan todo el espacio. En realidad, la nueva docencia en algún caso se está convirtiendo en el arte de exhibir una ignorancia verdaderamente enciclopédica de una asignatura, apoyándose en toda clase de medios tecnológicos. Gestión lo explica todo; algún nuevo experto en recursos humanos podría decir que una pareja de amantes es «un grupo binario de agentes sexuales que gestionan sus competencias y habilidades de modo mutuamente satisfactorio». Y, por último, investigación es un término que abarca realidades tan heterogéneas como el álgebra, el derecho civil, la química, la historia o la oceanografía, saberes todos ellos evaluables por los mismos expertos.

Se supone que todo lo que se investiga es ciencia, y que todo debe ser investigado en grupos financiados y controlados por la Administración o la empresa. Y así lo que es verdad en el campo de las ciencias experimentales o en la ingeniería no lo es en muchos otros, en los que la palabra investigación no describe el proceso de creación del conocimiento. En la química, por ejemplo, son necesarios laboratorios, que requieren espacios propios, instalaciones adecuadas, aparatos, reactivos; en ella ya no existe el trabajo individual, los procesos de investigación son muy largos, y requieren miles de horas de trabajo y la coordinación entre personas. Sus resultados, por ello, se publican siempre en trabajos colectivos. Desde comienzos del siglo XX hasta ahora, el incremento del coste en la investigación experimental se ha disparado. Si comparamos el laboratorio de E. Rutherford en la universidad de Montreal en 1900 con una imagen cualquiera del acelerador del CERN en Ginebra, veremos que estamos ante dos mundos diferentes. Los equipos de investigación son indispensables en las ciencias experimentales, y de la misma manera en ciencias no experimentales, y no por ello menos ciencias, que se basan en la observación, como la anatomía, la botánica, la astronomía, en las cuales no se pueden repetir en el laboratorio los fenómenos que se estudian.

En el campo de las humanidades, hay ciencias que requieren grandes equipos, como la arqueología a la hora de afrontar una excavación; o la filología cuando se trata de elaborar, por ejemplo, diccionarios. Sin embargo, la mayor parte de las humanidades, en las cuales más del 95 % de los trabajos los publica un solo autor, no requieren equipos de investigación ni proyectos, si las infraestructuras comunes, como bibliotecas o archivos, están bien dotadas. En la historia o la filosofía, las grandes obras fueron creadas por autores individuales. Es evidente que Ortega y Gasset no trabajó con proyectos y con objetivos, y que los grandes historiadores del siglo XX escribieron en solitario libros que hoy en día justificarían supuestos proyectos millonarios y plurianuales. Pero es que esto mismo ocurre en el campo de las matemáticas o la física teórica, donde no se podría hacer un proyecto de investigación explicando cómo se iban a desarrollar todos los pasos para demostrar algunos de los teoremas que harían a sus autores merecedores de la medalla Fields, o resolver la clave de la teoría de las supercuerdas. Si los autores supiesen cuál es cada uno de esos pasos, ya habrían demostrado los teoremas o demostrado las ecuaciones. Lo que ellos necesitan es tener acceso a todo el saber acumulado en sus campos y disponer de todos los datos cuantitativos necesarios, de la misma manera que un economista o un sociólogo, cuya originalidad consiste en saber interpretar de una manera nueva los datos que están a disposición de todo el mundo.

La fiebre tecnocrática que nos invade pretende que todo conocimiento es fruto de un proyecto y un equipo. Por esa razón se desvía el dinero a los grupos, a la vez que, por ejemplo en las humanidades, se dejan de dotar los medios de investigación comunes, como las bibliotecas. Como se supone que no existe el investigador individual, se da el dinero no a quien obtiene resultados o los publica en las mejores revistas, sino a quien ya ha tenido dinero de otros proyectos, como se puede ver si se compara el índice de citas de grupos supermillonarios con otros de grupos pequeños o de investigadores aislados. En humanidades se da la perversión de que grupos de investigación se autoeditan sus resultados, porque son incapaces de publicarlos en editoriales y revistas de prestigio, lo que no obsta para que sigan obteniendo más dinero, un dinero que se gasta a veces en viajes innecesarios o atenciones protocolarias, no siempre de forma clara, como ha denunciado el Tribunal de Cuentas. En las ciencias, la autoedición no tiene sentido. La investigación es cosmopolita, competitiva y muy difícil, pero ello tampoco quiere decir que los más financiados sean siempre los mejores, sino solo los que ya tenían dinero. Nuestros científicos claman por reducir la burocracia y mejorar los sistemas de evaluación, pero deberían tener claro que no es oro todo lo que reluce, y no limitarse a pedir dinero sin más. También deberían saber que en la megalópolis de la ciencia, como en cualquier parte, quien tiene el dinero manda y quien controla el dinero y el poder controla el conocimiento, y que el conocimiento como medio mágico aislado no sirve para cambiar el mundo.

José Carlos Bermejo Barrera es Catedrático de Historia Antigua de la USC.