Formar universitarios en España es llorar

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

19 jun 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Como ya el avisado lector habrá captado, el título de esta columna parafrasea la célebre reflexión de Ramón y Cajal, uno de los científicos más eminentes de toda nuestra historia, quien proclamó un día lo que en su época resultaba una evidencia apabullante: que «investigar en España es llorar».

Por fortuna hoy las cosas han cambiado de forma radical y aunque no somos Estados Unidos o Alemania -probablemente no lo seremos nunca en ese ámbito, pues, si nosotros avanzamos, también, con más razón, lo hacen los que nos llevan tanta delantera-, lo cierto es que investigar es algo que hoy puede hacerse en España con dignidad profesional y medios materiales, pese a que estos últimos, como lo demás, se hayan visto golpeados por la devastadora crisis que sufrimos.

En las universidades españolas se investiga -no solo en ellas, pero en ellas de manera especial- y, además, se forman titulados en las más diversas especialidades, con un nivel de calidad que en muchos casos es equiparable -cuando no incluso superior- al que caracteriza a otros países desarrollados del planeta.

Sin embargo, la mejora impresionante que hemos conseguido en la formación de nuestros universitarios -paralela a la de los titulados en formación profesional- no está hoy beneficiando en el grado en que sería posible y deseable a la sociedad española, que ha invertido en esa formación ingentes cantidades de dinero público y privado. Muy lejos de ello, la creciente sangría migratoria, forzada por unos niveles indecentes de desempleo entre los jóvenes, se está traduciendo en que esas inversiones beneficien a los diferentes países a los que esos jóvenes se marchan para poder hacer algo tan elemental como trabajar.

En todo caso, no es solo el desastre económico que supone dilapidar recursos que el Estado y las familias han debido dedicar a formar a nuestros universitarios lo que es motivo sobrado de congoja. Es que, con ellos, se va de España una buena parte de la gente que, por razones obvias, debería ayudar a resolver el gravísimo problema demográfico -que también es económico- que constituye hoy una de las losas de piedra que aplasta nuestras posibilidades de futuro.

La emigración por motivos económicos es siempre -lo ha sido a lo largo de la historia y lo sigue siendo hoy- un tremendo fracaso colectivo, además de una injusticia, pues obliga a las personas a hacer por la fuerza lo que no harían por las buenas. Pero cuando los que se van son, en gran parte, los mejor preparados y los que, por ello, deberían contribuir en mayor medida a elevar la economía y mejorar la sociedad, la emigración constituye, por añadidura, una catástrofe: una llaga profunda metida, desde tiempo inmemorial en el costado de un país que revive ahora, con dolor, una de sus más trágicas y lacerantes pesadillas.