El Estado de derecho

Manuel Murillo Carrasco TRIBUNA

OPINIÓN

13 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Montesquieu escribió que la corrupción de un régimen político empieza por la de los principios en que se funda, y esta tesis se ha hecho realidad en este país, por la retahíla de escándalos que enrarecen nuestro sistema de convivencia. Esta situación procede de la degeneración de ciertos principios constitucionales que están en la base de todos los equilibrios jurídicos, institucionales y políticos.

El Estado social y democrático de derecho, según el artículo primero de la Constitución, propugna como valores supremos de su ordenamiento jurídico «la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». La igualdad se resalta en el art. 14: Los españoles son iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

Sucede que este principio de igualdad ante la ley está siendo sistemáticamente escamoteado por sectores de poder o grupos de presión, frecuentemente con éxito. Logran evadir las normas generales procesales que tienen alcance general, obteniendo trato de privilegio frente a obligaciones tasadas que a todos conciernen sin excepción. Siguen perviviendo en España solapadas diferencias muy semejantes a las ancestrales de casta o clase, personas que con una arrogancia inconcebible vulneran las reglas del juego valiéndose de una prerrogativa superior absolutamente injustificada. Y todo ello gracias a oscuras connivencias con los poderes establecidos que les brindan una especie de dolosa impunidad. No es concebible que un fiscal general del Estado, aunque nombrado por el Gobierno, ordene o consienta prácticas inusuales que resultan discriminatorias, medidas que nunca se adoptaron respecto a situaciones equivalentes de otros ciudadanos.

En España los ciudadanos van puntualmente al juzgado cuando son llamados por el juez, pero algunos eluden las comparecencias con subterfugios que, sorprendentemente, les son admitidos con dolosa naturalidad. Semejantes iniquidades no son consecuencia de defectos en el ordenamiento o fruto de malas leyes; ha habido en los últimos tiempos una grave dejación de la moral pública, una declinación de los valores que deben guiar a todo poder político, quebrándose los principios de igualdad. El clima de lenidad y permisibilidad también fue descrito por Montesquieu: «No son solo los crímenes los que destruyen la virtud, sino también las negligencias, los ejemplos peligrosos». En esta fase estamos: por una clara corrupción de los principios, la democracia puede convertirse en una especie de deforme aristocracia, en un modelo en que determinadas élites están por encima de la ley, de la norma social, de la igualdad originaria de todos los ciudadanos.

Feuerbach dejó dicho que no se ve igual la realidad desde un palacio que desde una cabaña. Estamos hartos de comprobar que quienes llegan a los palacios olvidan lo que vieron en las chozas. Antes de confiar en la bondad abstracta del poder hay que procurar que la democracia se dote de los controles precisos para que nadie pueda violar otra vez impunemente el principio constitucional de que todos los españoles somos iguales ante la ley. Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende a destruir la igualdad -escribió Rosseau-, la fuerza de la legislación debe siempre esforzarse por mantenerla.