Madrid en una Botella

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

31 mar 2013 . Actualizado a las 08:00 h.

Cada vez que Ana Botella abre la boca se nos forma en el buche un estremecimiento. Puede pasar que la alcaldesa acabe no estando a la altura de las emociones que promete, pero lo habitual es que la regidora de la capital de España emplee sus divagaciones hiperrealistas en satisfacer a los miles de seres perplejos que en su día convertimos su teoría de las manzanas y las peras en un dogma de fe. En aquellos días de finales de los noventa, la Botella redecoraba la Moncloa con el ímpetu displicente que transmitía aquel canturreo con acento de Tejas que un día brotó de la gorxa de su marido. Debió de ser ahí, mientras escuchaba los gorgoritos aduladores de Aznar, cuando la mujer comprendió que lo de mandar estaba chupado. Madrid se manifiesta muchas veces como un gran poblachón manchego con una tendencia enfermiza a mirarse el ombligo y es ese ensimismamiento caníbal con todo lo que cheira a periférico el que explica por qué esa gran ciudad que tantas veces es tiene una alcaldesa tan pintoresca. Los de provincias, cuando encaramos la recta final de esa avenida que los madrileños llaman con la desfachatez desvergonzada del nuevo rico la carretera de la playa (porque 500 kilómetros más allá se encuentra el Atlántico, como si fuera de ellos), agradecemos el bullicio cosmopolita de una gran urbe. Conviene no confiarse, porque esa fragancia mundana que a veces nos ciega todavía no ha penetrado en el alma de Madrid. Solo su espíritu provinciano, el de las porras y el chotis, la zarzuela y don Hilarión, puede estar conforme con esta regidora atropellada que tanto nos estremece de pena cada vez que abre la boca.