La declaración de soberanía del pueblo catalán

OPINIÓN

14 ene 2013 . Actualizado a las 06:00 h.

El hecho de que Mas quiera disimular su fracaso huyendo hacia adelante sigue siendo una pésima noticia. Porque, aunque son pocos los que apuestan por una salida final hacia una Cataluña independiente, es evidente que la posición de CiU se ha convertido en el mayor impedimento para una revisión razonable del modelo de Estado, o para el abordaje de un nuevo modelo de financiación que sea justo, viable, duradero y equilibrado.

Lo que CiU desea es crear una situación límite en la que poder resolver con ventaja su problema financiero. Pero, viendo cómo han evolucionado las cosas en los 30 últimos años, no creo que se pueda cumplir ninguno de los supuestos con los que Cataluña quiere asomarse a esta negociación: desde una posición diferencial de base esencialista que tenga consecuencias económicas y políticas que ya son inaceptables para las grandes autonomías recientemente consolidadas (Madrid, Valencia y Andalucía sobre todo); con la tensión de la secesión utilizada como un mecanismo de debilitamiento del Estado; desde una bilateralidad negociadora que haga posible el tratamiento asimétrico del hecho autonómico o federal; y contando con vía libre para poder fabular una historia, unas cuentas y una voluntad popular que ni deben ser contradichas -porque a nadie se le reconoce legitimidad para hacerlo-, ni pueden ser formuladas recíprocamente en defensa del Estado, ya que la declaración de soberanía no tiene más origen que un acto de voluntad que no precisa adaptarse a ningún canon de interpretación jurídico o científico del hecho democrático.

Pero el problema más grave no viene de Mas, ni de ERC, sino del buenismo contemplativo que se ha instalado en los constitucionalistas, los historiadores, los politólogos y algunos políticos de Cataluña y del resto de España, cuya posición se resume en que todo el mundo tiene derecho unilateral a definir e interpretar a capricho los procesos históricos, fijar los ámbitos y determinantes culturales de cada pueblo, romper los acuerdos constitucionales preexistentes, y, lo que es peor, leer la Constitución como si estuviese escrita sobre una plancha de chicle masticado, o como si el defender principios de convivencia construidos en procesos históricos de suma complejidad fuese una traición a esencias patrias de validez eterna, que resucitan ahora -¡vaya contradicción!- en pleno proceso de construcción de la UE.

Y así ha llegado Mas a la conclusión de que mientras él puede decir cualquier cosa, todos los demás tenemos que medirnos, o callarnos, para que él y su pueblo no se sientan ofendidos. Y este es el drama. Porque, aunque es evidente que Mas no va a materializar su delirio, también es obvio que nos está metiendo en un desorden político y constitucional de inmensas proporciones, que es el mejor camino para no llegar a ninguna parte.