Pataleta «honoris causa»

José Carlos Bermejo Barrera CATEDRÁTICO DE HISTORIA, USC

OPINIÓN

11 dic 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Decía el doctor Freud que los niños creen en la omnipotencia del pensamiento. El niño no distingue el principio de realidad del principio del placer y por eso se cree merecedor de todo y no entiende qué pasa cuando algo se le niega. Su explosiva reacción en este caso suele llamarse pataleta por el público poco lector de Freud, siendo las características de la misma su teatralidad, su brevedad y sus nulas consecuencias. Nuestros rectores, a la vez buenos profesionales y malos dirigentes académicos, han protagonizado dos actos de este tipo: el plantón dado a un desmesurado ministro, que confiesa sin rubor su pertenencia a la especie bovina, junto a sus compañeros el toro enamorado de la luna y el toro de Soberano ?plantón evitable si se hubiesen leído la ley correspondiente en lo que se refiere a la introducción extraordinaria de puntos del orden del día? y el comunicado leído como proclama ayer, en el que parecen sostener que las universidades no han hecho nunca nada mal y no son culpables de nada, siendo el único malo el Gobierno.

Como los universitarios son profesionales del pensamiento, es lógico que sobreestimen su importancia, pero no deberían creer en su omnipotencia, como a veces proclaman por escrito. Así en el informe de la Comisión Europea The European Higher Education Area in 2012: Bologna Process Implementation Report se puede comprobar, con los datos que las universidades aportan, que España es el único país de Europa en el que el proceso de Bolonia ha sido perfecto de cabo a rabo. Tenemos 1.500.000 estudiantes cursando grados y licenciaturas en extinción. Se supone que porque son necesarios, aunque en las listas del Inem haya más de 900.000 licenciados en paro. Se puede decir que los licenciados se emplean mejor que los no titulados, ya que al fin y al cabo hay más parados sin titulación, y prácticamente eso se insinúa. España es el único país que ha diseñado grados de cuatro años de modo perfecto, pero ya se empieza a decir que han de ser de tres, ante el asombro de los nuevos graduados que finalizan sus estudios este año. Nuestros másteres de un año no tienen valor en el mercado laboral, aunque el sufrido estudiante los coleccione y los pague cada vez más caros. Pero no hay ninguna disfunción en esto ni en nada.

No importa que tengamos la ratio profesor-alumno más alta de Europa, titulaciones multiplicadas sin ton ni son y que las universidades se sientan orgullosas de su autonomía, felices de estar secuestradas a la vez por las autonomías y la Agencia de Evaluación (Aneca) que les impone todos sus criterios, porque eso es perfecto. Ni tampoco que muchas universidades o el CSIC se hayan endeudado hasta lo inconcebible, pues en el comunicado solo se habla de la deuda de las autonomías. Y se da a entender que todos los recortes son igual de dramáticos, ya sean en sanidad, pensiones o educación no universitaria, donde su peso es real. Y es que lo único que importa es el I+D+i, el dinero de los investigadores, notoriamente mal administrado, según el Tribunal de Cuentas. Se dice que ese dinero no es un gasto. Para las universidades no, claro, es un ingreso; para las arcas públicas es uno de tantos, entre las pensiones, las pagas de sus funcionarios y la deuda pública, cuyo monto es mayor que el sueldo de todos los funcionarios de las Administraciones Públicas a la vez. Resulta que la inversión en investigación es la misma que en el 2005, y el número de publicaciones de calidad también, a pesar de que el gasto se había triplicado. Y se da a entender que publicar artículos es fuente de riqueza. Para los editores de las revistas, cuyas suscripciones tienen precios astronómicos, sí. Para los profesores es un mérito académico y para quien paga las suscripciones, otro gasto.

Las universidades disfrutaron de los beneficios de la burbuja inmobiliaria y son culpables de muchas cosas: de la proliferación de sus centros, de sus gastos absurdos en gestión que no paran de crecer, de sus endeudamientos y su caos interno. Muchos rectores creían que su cargo era un híbrido entre un promotor inmobiliario que hace edificios públicos y un agente de autoempleo en su propia institución. Fue bonito mientras duró, mientras el principio de placer gobernó al de realidad. Tras comprobar que ni frenaron la burbuja inmobiliaria ni pueden dar ninguna alternativa económica eficaz y coherente, ya que ni les corresponde ni podrían lograrlo a pesar de su omnipotencia de pensamiento, sería hora de que nuestros rectores, todos ellos científicos, y por lo tanto investigadores escépticos y críticos por oficio, confesasen públicamente sus culpas.

Las generaciones de los rectores, a las que pertenecemos ya muchos profesores, fuimos educadas con el catecismo que decía que el sacramento de la penitencia se compone de tres partes: propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. La hora de la penitencia de nuestra infancia nos llega ahora ya muy adultos en la universidad. Habrá que cumplirla, con o sin confesión de pecados y con o sin propósito de la enmienda. Aunque el doctor Freud, severo médico y pediatra, nos recomendaría cambiar poco a poco el principio de placer por el de realidad. De lo contrario nos esperan muchas pataletas.