Sobre arrogancias, malvises, reveses y austeríacos

Procopio EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

OPINIÓN

25 jul 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Corvus estaba orgulloso de su estirpe pero no podía soportar el hecho de que los cuervos solo pudiesen expresarse mediante graznidos. Antes del amanecer, cuando gallos, mirlos y jilgueros le recuerdan al sol en alegre algarabía que ya va siendo hora de ponerle luz y color a las cosas de este mundo, los cuervos permanecían callados, con la cabeza baja, como si no existieran. Los ornitólogos le decían que eso era así por designio de la naturaleza y que no tenía remedio. Pero el Cuervo no se conformaba. Una vez había oído decir a don Ramón Otero Pedrayo que el malvís que canta en las frondas y riberas de San Esteban de Ribas de Sil era el descendiente de una casta que los cistercienses habían traído desde Asia Menor. Y por eso andaba ahora recorriendo las más antiguas ciudades de Anatolia. Las de los nombres inmortales: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Bitinia, Nicomedia. Buscaba maestros cantores malvises que pudieran adiestrar a las rudas gargantas de los cuervos a subir y a bajar por las escalas del do, re, mi, fa, sol. Con la secreta esperanza de llegar a oír cantar a los cuervos del Xallas «que din os rumorosos» con el estruendo de la fervenza de Ézaro como música de fondo.

En estas preocupaciones andaba metido el Cuervo cuando recibió un mensaje. Desde Florencia su amiga Pampinea le anunciaba que, ante la confusión que todo lo invadía, una asociación heredera de la Curia Salliorum romana había decidido organizar un foro sobre la prima de riesgo y la deuda soberana. Por razones obvias la reunión debía celebrarse en España y le pedía su colaboración.

El mensaje aclaraba que para poder participar en el foro se exigía no ser licenciado en Ciencias Económicas, no ser ni haber sido banquero, «cajero», diputado o senador, ser capaz de hablar más de quince minutos seguidos sin referirse a la herencia recibida, no haber cenado más de treinta veces en un restorán de lujo de Puerto Banús acompañado de un escolta y tenerse bien sabido que John Maynard Keynes fue un miembro destacado del partido liberal del Reino Unido y nunca un socialista.

Al final y en letra muy pequeña el mensaje también decía que no podrían participar en el debate aquellos que estuviesen enamorados de Fraülein Merkel. Esta última exigencia incomodó muy especialmente a Corvus pues impedía la colaboración de persona tan puesta en la materia como era el profesor Xosé Luís Barreiro Rivas.

Corvus había sido educado en las disciplinas del Trívium y el Cuadrivium y para él la economía era una jerga que un grupo de trileros más o menos ilustrados habían inventado para confundir al personal. Salvo cuando se trababa de John Kenneth Galbraith nunca había sido capaz de leer más de tres páginas seguidas sobre asuntos económicos sin que un irrefrenable bostezo le impidiese seguir leyendo.

Por eso ahora se extrañaba de haber aceptado sin más aquel encargo. Lo cierto era que desde que lo habían jubilado sentía en su interior una como oquedad que ya nadie ni nada recorría. Era como si tibiamente, lentamente, se le estuviese escapando la vida. Se acordó de lo que Maquiavelo, ya anciano y condenado al ostracismo, dejó escrito en uno de sus Discorsi: «Agradecería que alguien me encargase algo aunque solo fuese hacer rodar una piedra».

Aceptado el encargo, Corvus decidió documentarse. Un amigo socialdemócrata acudió en su ayuda regalándole La torre de la arrogancia. Al Cuervo le parecía admirable la lucidez y valentía con la que dos maestros gallegos de la macroeconomía -Xosé Carlos Arias y Antón Costas- se habían atrevido a hurgar en las complicadas tripas de la crisis. Pero no podía evitar que cada vez que sus ojos se topaban con expresiones a las que los autores recurrían una y otra vez -agencias de rating, behavorial economics, animal spirits y, no es broma pues cito textualmente, Kapitalmarktmoderniesierunsgesetz- su imaginación se escapaba volando hacía otras latitudes. Otra vez a Asia Menor.

Porque había sido allí donde alguien se había dado cuenta por primera vez del carácter cíclico de la economía y, muchos siglos antes de la publicación de la Teoría general sobre la ocupación, el interés y el dinero, había aplicado una solución en cierto modo keynesiana. Cuando el Faraón le cuenta angustiado a José el sueño de las siete vacas gordas que son devoradas por siete vacas flacas y las siete espigas llenas que son sustituidas por siete espigas mustias José le explica que van a venir siete años de abundancia seguidos de siete de hambre. José recomienda que en los años de abundancia recojan víveres y almacenen trigo bajo la autoridad del propio Faraón. La operación fue un éxito: los súbditos del Faraón no solo no pasaron hambre sino que se enriquecieron vendiendo trigo a los países limítrofes (la historia es contada en Génesis 41, 1-57 y se recomienda su lectura). Ahorrar en la abundancia, gastar en la escasez, casi lo contrario de lo que nos proponen los «austeríacos» que es como Krugman llama a los maníacos de la austeridad.

Pero el Cuervo se daba cuenta de la inutilidad de sus observaciones. De sobra sabía que desde hacía ya mucho tiempo no leían la Biblia ni los curas. Solo seguía leyéndola y comentándola un pueblo sufridor de todas las desgracias y que desde hacía muchos siglos vivía desparramado por el mundo. Y, de repente, se dio cuenta de un hecho sorprendente: desde el año 1900, incluyendo todas las categorías se habían concedido 170 premios Nobel. El 29 % de esos premios se habían otorgado a judíos. A una estirpe que representaba menos del 0,2 % de la humanidad. La explicación no podía estar en la genética. El Cuervo sabía que los genes que modulan nuestros circuitos neuronales se expresan de una u otra forma según sean los estímulos ambientales que reciben. El secreto tenía que estar en otra parte. En algo que solo los judíos compartiesen. Y eso que a través de los siglos compartían tanto creyentes como agnósticos era la lectura obsesivamente comentada del Gran Libro. Ahora resultaba que el factor más importante para alcanzar un premio Nobel consistía en no tener cerrada del todo la ventana que da a la trascendencia y al entendimiento de la historia como algo que tiene y nos otorga sentido. ¡¡Y mientras tanto en nuestros predios rectores y docentes dándole vueltas y más vueltas a ese plan de producción masiva de analfabetos funcionales que se ampara bajo el nombre glorioso de Bolonia!!

Na laxe dos cabalos

Corvus había decidido que la reunión se celebrase en Campo Lameiro. Al mediodía, al aire libre y alrededor del petroglifo conocido como a laxe dos cabalos. No habría sillas, bancos ni micrófonos en señal de respeto a aquellos dos caballos en posición de carrera y de las estilizadas siluetas de los dos ciervos y del raposo que sobre la dureza del granito llevan más de tres siglos dando fe no solo de la antigüedad de una estirpe, sino también de su sensibilidad artística y de su capacidad para cohabitar con el misterio.

Las intervenciones no tendrían el tiempo limitado, pero las réplicas deberían hacerse siempre a la pata coja, sosteniéndose el orador sobre una sola pierna. Por su larga experiencia como organizador de simposia y debates, el Cuervo sabía que ese era el único procedimiento para evitar que algunos oradores se eternizasen en el uso de la palabra. El invento lo había visto funcionar en el Parlamento de un país del África subsahariana y aunque reconocía que ofrecía una clara ventaja a los cojos, esa discriminación positiva era aceptable pues también sabía que los cojos solían ser mordaces pero no prolijos.

Con el fin de evitar incendios y percances similares solo se permitía fumar en pipa, no importando cual fuese el material que se quemase en la cachimba. De la vestimenta nada se decía, pero a la progresía más irreductible se le advertía que el calor propio de la fecha podía hacer inconveniente el uso de la bufanda de lana llegando hasta la rodilla. Por si la advertencia no resultase suficientemente disuasoria se les recordaba además que desde hacía varios años tal bufanda se había convertido ya en el icono principal del expresidente José María Aznar (el bigotito a lo Hitler?Charlot ya se lo había afeitado). Fieles a la siempre proclamada diversidad cultural, la reunión sería multilingüe. Se podría hablar en latín, inglés, castellano y gallego. En lo que se refiere a este último no sería necesario saber conjugar los infinitivos y se admitía tanto la modalidad piscifactoría -nembargantes, rapariga, beirarrúa, co gallo de- como la salvaje: castrapo coruñés, geada luguesa, rock de Monte Alto, Heredeiros da Crus -eu quero josar-, antonreijismos. A los oriundos de Cangas, de Bouzas o de Cee se les rogaba que no reprimiesen el seseo -¡hala Seltiña! ¡Eu son de See!- pues, al menos a juicio del Cuervo, no solo representaba un fenómeno lingüístico originalísimo (el seseo de las rías y el del País Vasco nada tenían que ver con el andaluz y el sudamericano) sino que era allí, entre aquellas sibilancias susurrantes, donde más bellamente se expresaba la dulzura propia de la lengua.

Pampinea había impuesto que en el foro solo podrían participar diez personas de las que a ocho las elegiría ella. Ante tal afirmación de prepotencia y para no sentirse en solitario, el Cuervo pensó en incluir en la lista a alguien de su raza. Después de mucho cavilar se acordó de una historia que a mediados de los cuarenta una tarde de agosto coruñés había oído contar a Álvaro Cunqueiro en la taberna de Enrique en presencia de Mariano Tudela y Urbano Lugrís. La historia había sucedido en los tiempos en que en toda Irlanda solo había un cerezo -el que florecía en el valle de O?Toole- y ese cerezo solo daba una cereza al año. Pues resulta que los años pares se comía la cereza el señor arzobispo primado de Armagh y los impares se le adelantaba siempre un cuervo que pasaba volando y que después de comerse la cereza se iba para nadie sabe dónde. Corvus pensaba que con todo derecho su colega de raza podía participar en el foro como «experto en gestión de recursos ajenos en tiempos de escasez» pero don Álvaro no había dado más pistas y no pudo localizarlo.

Valores, pecados y virtudes

Aún no habían acabado de sonar las doce campanadas que anunciando la hora del Ángelus llegaban desde el monasterio de Acibeiro cuando Pampinea se presentó en a laxe dos cabalos. Luciendo un look made in Fernanda Tabarés -cabello a lo garçon, más de medio hombro al aire libre y un ahumado de los ojos digno de Nefertiti- nada más llegar espetó a la concurrencia: ¿Puede alguien explicar por qué casi después de cuatro años sigue siendo tan oscuro todo lo que se refiere al origen de esta crisis?

El Cuervo había empezado a divagar sobre una famosa frase de su maestro -la claridad es la cortesía del filósofo- cuando una joven rubia mexicana que había estudiado hermenéutica lingüística con Darío Villanueva le dijo: déjese usted de pendejadas. Los lingüistas sabemos que ante un texto opaco se oculta siempre o una ignorancia o una trama delictiva. Así que escojan: o tontos o bandidos. Y si además aplican ustedes al asunto la vieja pregunta cui prodest -¿a quién aprovecha?- no creo que aparezcan muchos tontos.

Un exprofesor de Educación para la Ciudadanía que desde los recortes se ganaba la vida como asesor de imagen de una fábrica de conservas de Ribeira pensó en voz alta: ya estamos otra vez con la culpa, esa obsesión judeocristiana. Ahora va a resultar que los países que tienen problemas económicos los tienen porque han pecado y solo podrán salvarse aceptando una dura penitencia. Ya es curiosa coincidencia que el remedio que se propone -o que se impone- lleve el nombre de una virtud: austeridad. Pero explicar una crisis económica en términos morales es una impostura. El Cuervo iba a recordar al exprofesor que entre las virtudes cardinales siempre figuró la templanza, pero nunca la austeridad, cuando se dio cuenta de una cosa. Todos los países pecadores -Irlanda, Portugal, España, Italia- eran católicos. Grecia no lo era pero también su historia había transcurrido siempre ajena a la ética calvinista. Austria era católica y no había pecado, pero la vecindad con Prusia explicaba el no haber caído en la tentación del consumismo ostentoso tan propio de los nuevos ricos. También el lenguaje revelaba algo raro. Porque los del Norte no les llamaban nuevos ricos sino pigs, es decir, cerdos. El símbolo de la inmundicia. Pensó en Max Weber y aún andaba rumiando la significación que todo eso pudiera tener cuando alguien pidió la palabra.

Un amigo de Joseph Weiler pero más amigo aún de Santo Tomás de Aquino, con tono firme pero educado, se dirigió al exprofesor. Ustedes hablan mucho de valores, le dijo, pero nunca hablan de virtudes, un término casi desaparecido en el vocabulario de la ética contemporánea. Y son cosas diferentes. El valor es un concepto, una abstracción que podemos admirar o en que creer. Es un asunto de la mente. Por el contrario, la virtud es un hábito. Algo que tiene que ver con la conducta personal. Los valores se proclaman, las virtudes se ejercen. Y ese ejercicio supone un esfuerzo. En el mundo real el trato correcto con las cosas exige siempre cierta dosis de sacrificio. Valga un ejemplo: una cosa es reconocer el valor de la honestidad y otra ser honesto. El ex-profesor volvió a reivindicar la autonomía del ámbito de la política y el de la moral. Un lector de Borges y de Xosé Carlos Caneiro no se pudo contener: eso no es cierto. Un rufián, un tigre, una hormiga saben que hay cosas que no deben hacer. Desconocemos los designios del universo pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a cumplir esos designios que nunca nos serán revelados. Al oírlo al Cuervo se le alegraron los ojos y pensó: ¡qué maravilla! ¡Eso es el imperativo categórico de Kant contado por un poeta!. El amigo de Josep Weiler añadió: los fundadores de esta Europa -De Gasperi, Schuman, Adenauer- eran hombres virtuosos y eso se notaba.

El exprofesor recibió una llamada y se disculpó. El trabajo reclamaba su presencia en Ribeira. Primum vivere, deinde philosophare. Todo el Foro despidió al exprofesor con un aplauso. Porque los conserveros gallegos estaban dando una lección sobre cómo combatir la crisis. Los atunes, sardinas, mexillóns y longueiróns que ellos enlataban competían con ventaja en todos los mercados del mundo. El Cuervo se acordó de una copla que con cierta dosis de retranca resumía toda la historia y la sociología de la zona «Caballeros de Cambados, señores de la Puebla, señoritos de Vilagarcía, gente de Ribeira». La gente. Eso era lo que nunca fallaba, lo que todo lo aguantaba. La gente? y el mar.

Sobre tres formas de hacer las cosas: bien, mal y del revés

Entre los miembros del Foro la unanimidad en reconocer un endeudamiento excesivo como la clave de la crisis era absoluta. También lo era el considerar a la burbuja inmobiliaria como causa principal de ese endeudamiento. La división de opiniones aparecía cuando se trataba de identificar a los responsables del proceso. Para la gran mayoría no había duda: el culpable era el sistema inmobiliario-financiero. Pero algunos replicaban que lo cierto era que a nadie le habían obligado a hipotecarse. A lo que los primeros respondían diciendo que las hipotecas y el espectacular aumento de precio de pisos y solares solo fue posible por los créditos que cajas y bancos casi regalaban.

Los tópicos se repetían una y otra vez y Pampinea se daba cuenta de que la reunión languidecía. Entonces reparó en la presencia de un hombre ya mayor que llevaba callado mucho tiempo con la mirada perdida en el horizonte. Alguien le dijo que se trataba del gurú de Vimianzo a cuya sabiduría había recurrido alguna vez Manolo Rivas. Pampinea preguntó al gurú su opinión sobre esa famosa austeridad que ahora caía con más peso sobre los inocentes que sobre los culpables. El gurú se pasó la mano por la frente, permaneció callado un breve rato y al final en tono solemne dijo: «As cousas pódense facer de tres maneiras: ben, mal e ao revés. Cando se fan ao revés, canto mellor as fagas máis grande será a desfeita que provoques. As tesoiras téñense que utilizar para podar pero nunca para capar. Para cortar o que sobra, non o que fecunda». Nadie dijo nada. El gurú miró el reloj se puso en pie y dijo: «Son as dúas e media. Xa é hora de xantar. Voume». Y aún no había caminado veinte pasos cuando percibió cómo se le alegraban el ánimo y los jugos con solo pensar en la carne enrichada que le esperaba en una casa de comidas de Forcarei. Y entonces un hombre ya anciano, hijo y nieto de anarquistas, que vivía en Vigo y que todas las semanas renovaba un buqué de rosas y de ortigas ante el retrato de Ricardo Mella que tenía en la mesilla de noche se puso en pie, se abrochó con dignidad los botones de la raída chaqueta que vestía, levantó y apretó el puño cuanto pudo y declaró solemne: hay una cosa peor que atracar un banco; esa cosa es fundarlo. Y el Cuervo dedujo que el anciano podía conocer muy bien a Bertolt Brecht que era el autor de la frase pero no conocía de nada a José María Castellano. Alguna vez, fundar un banco puede ser una forma de ayudar a sostener un país.

«También los durmientes actúan y cooperarán en los acontecimientos del mundo»

Unas bombas de palenque sacaron al Cuervo de su sueño. Estaba en el corazón da Terra de Montes oyendo bajar al Lérez entre faias y bidueiros. Durante un breve tiempo se mantuvo quieto y pensativo. Corvus no entendía bien por qué y para qué se sueña. La doctrina de la Evolución afirmaba que solo se transmite y se mantiene aquello que sirve a la supervivencia de la especie. Menos aún entendía por qué un periódico serio como La Voz tal día como aquel malgastaba su tecnología de alta complejidad grabando on-line su sueño y lo convertía en un relato. En su interior oyó una voz: lo maravilloso hace hablar, el relato abre el mundo, el dinero lo cosifica. No entendió muy bien lo que la voz quería decir pero se acordó de una cita de Heráclito que había leído en Carl Schmitt. Soñar ayudaba a construir la diversidad del mundo. Y se sintió legitimado.

Era el día en que Galicia celebraba su Fiesta Nacional. El relato que hacía tres mil años había comenzado entre aquellos petroglifos se continuaba ahora en el Obradoiro, en la Quintana y en San Lázaro, donde la más alta instancia del país condecoraba a tres héroes, a una Academia y a ese regalo maravilloso que siempre fue y sigue siendo la música de Milladoiro. El Cuervo no lo dudó: se despidió del río, levantó el vuelo y puso rumbo a Compostela. Pero esta vez no lo hacía con la ilusión de asombrarse una vez más ante la belleza de «los mellizos lirios de osadía» o la perfección de las elipses que el botafumeiro dibujaba en el aire. El morbo de hurgar en los entresijos del Segundo Santo Latrocinio era lo que realmente le movía. Porque lo cierto era que lo que con astucia y esfuerzo inigualables había conseguido Gelmírez lo lograba ahora un simple electricista escondiendo ¡en un garaje! un libro que casi nadie había leído. Al sobrevolar el Milladoiro el Cuervo calculó en dólares y en euros cuánto había que pagar por haber ocupado durante tres días todos los telediarios del mundo. Sufrió un mareo, dejó de batir las alas y perdió altura. Nada más recuperarse exclamó: chapeau, señor electricista. Y se sorprendió a sí mismo cantando con voz bien alta el último verso del Romance de don Gaiferos de Mormaltán: ¡Iste é un dos moitos miragres que Santiago Apóstol fai!