Antes de la bancarrota

Santiago Rey Fernández-Latorre ARTÍCULO DEL PRESIDENTE Y EDITOR DE LA VOZ DE GALICIA

OPINIÓN

12 abr 2012 . Actualizado a las 03:42 h.

Tras tantos años advirtiéndolo desde estas páginas ante la indiferencia de muchos, nadie duda ya de que España ha viajado sin remedio hacia el fondo del pozo. Hoy, cuando el país vive sus horas más amargas, acribillado por el mayor destrozo jamás visto en su economía, y prácticamente abandonado por quienes tenían que haber presentado batalla, la sociedad asiste entre la ira y la resignación a una catástrofe sin precedentes que mina su fe, agrede su dignidad y destroza su esperanza.

Haber alertado hasta la saciedad del peligro no ha evitado, por desgracia, que la situación empeorase hasta ver cómo España ha dejado de ser dueña de su destino, zarandeada día a día por el terrible rigor de la intervención financiera que alientan sus acreedores. Caer en esa red -si de algún modo no hemos caído ya- solo podrá traer más desgracia a los españoles y más descrédito a quienes, teniendo en sus manos los resortes políticos y económicos, han eludido flagrantemente sus obligaciones.

Las eludieron, en primer lugar, aquellos que no solo negaron la crisis, sino que exacerbaron sus pésimos efectos incrementando los desajustes y comportándose irresponsablemente, como hizo el anterior Gobierno en Madrid y el bipartito en Galicia, con una arrogancia y una temeridad impropias de gobernantes juiciosos. Y parecen también dispuestos a eludir sus obligaciones quienes, tras heredar la peor situación imaginable, responden con la única receta que practican, que es aquella que solo garantiza más pobreza y más padecimiento a la clase media.

Mientras la tenaza aprieta más y más, el sistema financiero recibe a manos llenas el dinero oficial, y en lugar de dedicarlo a reactivar la economía lo niega constantemente a la gente. No solo eso: también le expropia lo que es suyo, como les sucede a las miles de personas que en Galicia están atrapadas en un impresentable corralito.

Más de cinco millones de personas están pagando con su angustioso presente y su desesperanzado futuro haber ido a caer en las listas negras del desempleo. Miles de comerciantes y autónomos se ven forzados cada día a dar por fracasados sus esfuerzos y a peregrinar por las entidades financieras dando la cara para sobrellevar con presencia de ánimo su bancarrota.

Y no faltan, desde luego, los empresarios que, tras levantar grandes proyectos y dar sustento a decenas o a centenares de familias, tienen que liquidarlos o encogerlos porque ni las ventas ni la financiación ni la tan habitual traición a las reglas de la competencia les permiten mantenerlos en niveles solventes.

Este es el retrato que hoy se puede hacer de España y de Galicia si se mira a los ojos de la gente. Pero también se puede trazar otro no menos real ni menos desesperante si se observa el entorno esperpéntico de las instituciones que rigen su vida.

Diecisiete Gobiernos autónomos con sus diecisiete Parlamentos -muchos de ellos inventados en comunidades sin personalidad definida- han dado lugar a reinos de taifas, donde se instalan el despilfarro, el sinsentido y, en ciertos casos, la corrupción más obscena casi a la vista de todos. Cincuenta diputaciones que no tienen más objeto que repartir prebendas y favores entre los afines. Cuatro mil chiringuitos con sus gestores, plantillas y presupuestos sustraídos al control público. Numerosos defensores del pueblo mientras el pueblo permanece indefenso. Sindicatos, organizaciones empresariales y partidos políticos mantenidos a expensas del dinero público, conseguido a veces de forma irregular, que trabajan para cualquier cosa menos para el interés general. Cámaras inútiles como el Senado. Miles de ayuntamientos inflados de nóminas y concejalías, pero vacíos de recursos. Trece televisiones autonómicas que consumen cada año 1.650 millones de euros en presupuesto y suman una deuda conjunta semejante. Y clubes de fútbol convertidos en nidos de trapicheo y marrullería que deben a todos los españoles más de 700 millones de euros.

Nada de esto es nuevo ni se dice por primera vez en este diario. Pero su sola enumeración una vez más debiera sobrecoger, porque muestra la punta del iceberg de un Estado insostenible. Y revela, sobre todo, la falta de valentía de quienes, por haber sido elegidos con los votos de los que sufren la crisis, están obligados de forma imperativa a acabar con semejante desatino.

Si además de valientes -algo todavía no probado- fuesen sabios, habrían entendido hace tiempo que las debilidades de España no se arreglan únicamente con medidas que solo conducen a un empobrecimiento general de la sociedad, ni con encarecer nuestra sanidad y nuestra educación, sino que es preciso emplear con rigor la cirugía justamente donde se ha desarrollado el cáncer del despilfarro, la burocracia y la corrupción. Es ahí donde se pueden ahorrar -no un año, sino siempre- esos puntos del PIB que nos exigen para ser un país fuerte y respetado.

Para ello no solo es preciso el coraje -si lo tuviese- del que gobierna. También es necesario el concurso de la oposición y de cuantos se sienten demócratas y comprometidos con su país. Si fue posible en tiempos de bonanza firmar el Pacto de Toledo, también debiera serlo ahora afrontar la reforma más constructiva que requiere el país.

Y debiera ser ya. Rápido. Antes de la bancarrota. Porque no hay tiempo que perder. Del mismo modo que sobró determinación para cambiar la Carta Magna prácticamente en minutos por imperativo de Europa, debería haber arrojo para llevar a cabo este reto nacional por primordial necesidad ciudadana. Se trata de no sangrar más a las personas mientras rezuman despilfarro las estructuras.

Porque si, pese a todo, lo que tiene en mente el Gobierno es dedicar las próximas semanas a castigar más la cartera y los derechos de los ciudadanos con recortes hasta ahora inimaginables, solo va a lograr sumar más desafección y poner en riesgo su continuidad con un abandono masivo de votantes, por cierto, casi en vísperas de las elecciones gallegas. Y aun más que eso: a la vista está que por este camino incluso ha entrado en riesgo la pervivencia del propio sistema y de la paz social.

España no quiere ni debe seguir la suerte de los desdichados griegos. Está en la mano de sus gobernantes evitarlo. Y en la de los ciudadanos, exigirles responsabilidades.