Festival de San Sebastián: «La Isla Mínima», thriller feroz en la Andalucía profunda

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN

CULTURA

Juan Herrero | Efe

François Ozon compite por su segunda Concha de Oro con «Una nouvelle amie»

20 sep 2014 . Actualizado a las 19:16 h.

Dos policías persiguen el rastro de sangre, semen y adolescentes sajadas en vivo que va dejando un asesino en serie. Los escenarios son humedales, marismas, y no everglades. Porque no estamos en Florida sino en otro Sur, la Andalucía Profunda del año 1980. Alberto Rodríguez ya había logrado en Grupo Siete, con sus muchas imperfecciones, demostrar su ausencia de complejos para abordar el puro cine de género, en su caso el thriller, y aprehender sus leyes de hierro para luego aplicarles pautas y conductas ibéricas.

Valoro la solvencia con la cual en La isla mínima Rodríguez enloda a su pareja de polis en el pantano geográfico y mental de una búsqueda que es bien conocida: detrás de esas casi niñas asaeteadas que devuelven el río y el barro ruge la España negra de los cortijos y el derecho de pernada llevado a la parafilia. Me parece que está bien perfilada esa tierra de Santos Inocentes y que la relación de un policía que viene de las sentinas de la dictadura y otro que cree que las cosas van a cambiar ofrece aristas bastante más sugestivas que los ñoños duetos de buddy-movie a la americana.

En concreto, creo que el poli facha, el gallego Javier Gutiérrez, de quién me cuentan que da mucho juego en algo llamado Águila Roja, se revela como un actor colosal, capaz de tirar por sí solo de algunas lagunas, dudas o personajes de cartón piedra, demasiado jondos para ser verosímiles. Escucho al salir de la proyección constantes comparaciones con la serie True Detective y sus planos cenitales y laberínticos. Yo me acuerdo más del Arde Missisippi de Alan Parker, donde los negros son ahora jornaleros y los que violan o asesinan lo hacen en nombre de votos rocieros y no del Ku Klux Klan. Y prefiero creer que la inconsistencia del argumento responde en realidad a que la identidad de la bestia, tan evidente, es solo un macguffin. Y lo que La Isla Mínima busca en realidad es dejar abierta, en carne viva, libre de culpa, esa España de la Transición donde los señoritos nunca pagaron pecados mortales y los policías torturadores siguieron con barra libre hasta su jubilación.

Ozon y Almodóvar

François Ozon ganó en San Sebastián la Concha de Oro hace solo dos años con la tan notable como inquietante En la casa. Con Une Nouvelle Amie, Ozon retorna a la competición –tras su paso por Cannes con Joven y bonita- con una adaptación libre de un relato de Ruth Rendell, escritora de la cual bebió Almodóvar para su Carne trémula. Y precisamente el del manchego es una de las variadas inspiraciones que atraviesan más que fugazmente Une nouvelle amie.

El universo Ozon, en una propuesta de alteridad sexual, o casi de pansexualismo, recorre las venas de su película, con esas vetas mencionadas de Almodóvar, más las de Fassbinder (a quien, en tiempos, adaptó Ozon), Hitchcock o De Palma. Y la historia, la de un travestismo como colofón a una muerte trágica, fluye torrencial, con momentos de libérrima pasión fou, guiños multidireccionales, desde Vértigo a Rebeca. Quizás demasiado osado para que el director francés reciba de nuevo la unanimidad de una segunda Concha de Oro por su briosa y ratos bellísima oda transexual.

El danés Bille August hace ya como veinte años, desde su adaptación de La casa de los espíritus, que se dedica a filmar cine académico, inerte. Silent Hearts se conforma como catarsis de familia en torno a una madre con enfermedad terminal. Me aburro, miro el reloj una docena de veces, recuerdo al memorable Burl Ives cuyo dolor agónico hacía leyenda en La gata sobre el tejado de zinc, rodadad en 1959. De Silent Hearts no hace ni dos horas que la he visto y creo haberla olvidado.