Studio Ghibli, el fin del dibujo épico

Javier Armesto Andrés
javier armesto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

La retirada de Miyazaki acaba con el sistema artesanal de la animación japonesa

14 sep 2014 . Actualizado a las 12:08 h.

¿Puede un estudio de animación sobrevivir a la retirada de su creador y principal autor? Si tomamos el ejemplo de Disney, la duda queda más que despejada, pero, aunque a Studio Ghibli se le compara frecuentemente con la compañía estadounidense, la realidad es que la jubilación de Hayao Miyazaki ha dejado este templo del anime herido de muerte.

Ghibli anunció en agosto la decisión de cerrar su departamento de producción, una auténtica rara avis en el sector por dos motivos: porque en plena era de la animación por ordenador y 3D sus trabajadores seguían haciendo los dibujos a mano; y porque se trata de una plantilla de empleados fija. Es decir, se hicieran o no películas había que pagar las nóminas (unas 150) todos los meses, algo inédito en una empresa cinematográfica pero que se sostenía gracias a las titánicas cifras de recaudación de los filmes de Miyazaki.

Fue en 1992, al superar Porco Rosso los 5 millones de yenes (unos 40 millones de euros al cambio actual), cuando quedo asegurada la viabilidad del estudio, fundado siete años antes por Miyazaki e Isao Takahata. Desde el principio, el primero apostó por historias de ciencia ficción y fantasía, mientras que su colega -a cuyas órdenes había trabajado en las series de televisión Heidi y Marco en los años 70- desarrollaba una temática más realista. Pero, aunque La tumba de las luciérnagas, Recuerdos del ayer y Pompoko (todas de Takahata) son extraordinarias películas, pronto se vio que el tirón en taquilla se lo llevaba Miyazaki, quien adquirió mayor protagonismo en la dirección.

En 1997, La princesa Mononoke supuso el espaldarazo definitivo de Ghibli a nivel internacional. Las aventuras del joven Ashitaka en el Japón feudal cosecharon un éxito inimaginable para un estudio no estadounidense, que cuatro años después se vería refrendado con el Oscar y el Oso de Oro de Berlín (ex aequo con Domingo sangriento) para El viaje de Chihiro.

Desde entonces, las cifras de ingresos han ido cayendo y ni el propio Miyazaki ha sido capaz de evitar la cuesta abajo. La línea argumental de las películas sigue siendo la misma -el mensaje ecologista y de denuncia de la destrucción de la naturaleza por el hombre está siempre presente, junto a la reivindicación del rol femenino-, pero quizá el público del siglo XXI ya no tiene una visión tan romántica de la vida.

Los últimos estrenos han refrendado el fin de una época. Ni La princesa Kaguya (Takahata), ni Omoide no Marnie (Hiromasa Yonebayashi, estrenada este verano) superarán los 25 millones de euros, la mitad de su coste.

Fuera de sus dos fundadores, en Ghibli no parece haber un nombre claro para tomar las riendas del estudio. El prometedor Yoshifumi Kondo (Susurros del corazón) falleció de un infarto en 1998, y Goro Miyazaki no ha demostrado que pueda situarse a la altura de su padre, desaprovechando un material de primera en Cuentos de Terramar (basada en la saga de la escritora Ursula K. Le Guin).