El viejo violinista

La Voz

SANTIAGO CIUDAD

02 ago 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Era viejo, muy viejo. Su gran cabellera canosa y sus blancas y frondosas barbas contrastaban con un enjuto y castigado cuerpo. Rostro surcado por profundas arrugas que sugería dolorosas heridas, ojos hundidos y tristes; manos huesudas y largas, siempre temblorosas, con un temblor fino que acentuaba sobre el diapasón. Vestía pobre y remendado, pero con un aspecto limpio acentuado por la pulcritud de sus movimientos.

Nunca supimos su nombre. Todas las tardes al salir del colegio corríamos a escuchar al «viejo violinista», que sentado en una pequeña silla a las puertas de no sé qué banco, deleitaba a las gentes que sisaban unos minutos al agitado ritmo de la ciudad. Abstraído del entorno, acariciaba el violín y este respondía con unas bellísimas notas que impregnaban el ambiente de ternura. Abstraído del entorno, tan solo conectaba con el exterior festejando con triste sonrisa nuestra llegada. Desde nuestros 10 años admirábamos los sentimientos y emociones que aquel anciano podía extraer de tan pequeño instrumento, mientras nuestra imaginación volaba por las melodías imaginándonos la vida de aquel entrañable anciano. Tal era nuestra emoción, que frecuentemente se detenía el tiempo, con las consabidas consecuencias al llegar a casa. Un día, extasiado con la música, noté una caricia en la cabeza; mi padre estaba a mi lado y al vernos juntos, al anciano se le escapó una lágrima. Desde entonces pude escuchar los conciertos con más tranquilidad y a menudo acompañado por mi padre. Llegó el invierno y con él acabó esta historia. Lo encontraron al amanecer acurrucado junto a la iglesia del Rosario con el violín entre las manos. Dicen que fue profesor del Conservatorio durante la República, dicen que su familia desapareció en la guerra, que fue un represaliado, que le aplicaron la ley de vagos y maleantes, dicen que lo enterraron en el Cementerio del Este, extramuros, donde entierran a los infieles, a los que no van al cielo... Gracias, viejo violinista, por introducirme en la música, por enseñarme a compartir sentimientos, por enseñarme a amar, por ayudarme a conocer a mi padre y al resto de la humanidad. Cuando en el auditorio escucho un solo de violín, me acuerdo de ti. No pude ir a tu entierro, tampoco encontré tu tumba, pero cuando yo muera no quiero ir a ningún cielo que a ti te cerrara la puerta, quiero ir donde esté la gente como tú, aunque solo sea bajo tierra y si puede ser, estar en alguien, como pervives tú en mí.

Ramón Medina González (Santiago de Compostela, 66 años) es médico jubilado.