Serpiente sin cascabel

José Barreiro

CULTURA

«Las tres noches de Eva» (1941)

02 mar 2015 . Actualizado a las 20:32 h.

Pocas cosas hay tan traicioneras como la geografía. Los hombres que protagonizan las comedias del cine clásico americano desconocen este dato. No saben que hay un terreno temible, con mucho sentido del humor y poco sentido común, entre Pensilvania, Nueva York y Connecticut. Una especie de triángulo de las Bermudas de la screwball comedy donde suceden todas esas Historias de Filadelfia y ocurren aventuras con uno o varios leopardos que se escapan. En este lugar poco apto para hombres débiles (coronariamente hablando) y repleto de mujeres que siempre llevan la iniciativa y destruyen al incauto que no sabe el terreno que pisa, se desarrolla parte de la trama de Las tres noches de Eva, una de esas comedias inverosímiles y vertiginosas que saben a poco y en las que una mujer avasalladora vuelve loco a un hombre. Aquí el pánfilo en cuestión es Henry Fonda, un rico heredero experto en serpientes que vuelve de la jungla, pero no está preparado para una selva de verdad. Pretende regresar a Connecticut en uno de esos trasatlánticos de gente adinerada que los estafadores camuflados entre el pasaje se disponen a convertir en un pequeño parque temático del timo. Fonda es un bobo de tal categoría que en una partida de bolos él hace de bolo. «Algunos días, mi hijo parece más listo que otros», dice su padre. Ninguno de esos días aparece a lo largo del metraje. Muerde ciegamente la manzana de una Eva representada por una salerosa y embaucadora Barbara Stanwyck que, contra todo pronóstico, se enamora realmente de este tipo ingenuo. Ambos acaban en una de esas mansiones de millonarios locos tan del gusto de la comedia de la época y en la que Preston Sturges aprovecha para hacer una sátira elegante del mundo del dinero en la que los millonarios son presentados como tontos, acaudalados de escaso caudal. Entre caídas, diálogos rápidos y escenas alocadas, una Barbara Stanwyck que entiende la zancadilla como una forma de cortejo, hace lo que toda mujer en Connecticut: sembrar el caos. Por qué hay que verla Por la escena en la que Henry Fonda declara su amor a Barbara Stanwyck mientras un caballo no para de chuparle la cabeza Por la secuencia del tren. Un alarde de ritmo, montaje e interpretación con el aroma y la picaresca de las películas de Ernst Lubitsch