Una salida de la crisis sin variar el modelo productivo

Juan Arjona

MERCADOS

Juan Salgado

El desplome de la construcción no cedió el paso a actividades emergentes con capacidad de arrastre. Solo el sector turístico y otras ramas de los servicios denotan mayor vitalidad que antes de la Gran Recesión 

17 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El modelo productivo en la etapa de gran expansión de la economía española estaba construido de cemento y ladrillo. Incluso las ramas industriales más activas y los servicios más pujantes giraban en la órbita de la construcción. Era aquel un modelo-burbuja, generador de grandes desequilibrios macroeconómicos y sostenido mientras duró por un enorme endeudamiento privado. Vino después la Gran Recesión, descalabró el sistema financiero, pinchó la burbuja inmobiliaria, lanzó a millones de trabajadores al paro y demostró que tal modelo era a todas luces insostenible.

¿Otro modelo?

Al mismo tiempo que los gobiernos adoptaban medidas de emergencia para capear el temporal, muchos economistas profetizaban un cambio de modelo como resultas de la crisis. No iban tan allá como el presidente francés Nicolás Sarkozy, quien se atrevía a pronosticar la defunción de la economía de mercado -«le laissez faire c?est fini»-, pero barruntaban un cambio de paradigma. Confiaban, en el caso de España, en la emergencia de nuevas actividades, más productivas y con mayor capacidad de competir en los mercados globales, que llenasen el cráter dejado por la burbuja inmobiliaria. Auguraban quizá un proceso de destrucción creadora, «el hecho esencial del capitalismo» en palabras de Schumpeter, que debería hacer brotar, entre las cenizas del viejo modelo, la planta de la innovación, en forma de nuevos bienes y servicios, nuevos métodos de producción y la apertura de nuevos mercados.

Siete años después de la implosión, apenas se atisban cambios en el modelo productivo. Lo constata el catedrático Julio Sequeiros en el artículo contiguo. La economía española ha retomado la senda del crecimiento, en parte gracias a factores exógenos -abaratamiento del petróleo, depreciación del euro, inyecciones de liquidez del BCE- y en parte por un repunte del consumo, pero con una estructura sectorial y empresarial similar, si descontamos el enorme vaciado de la construcción, a la del 2007.

Empleo y productividad

«¿En qué momento se jodió el Perú?», se pregunta un personaje de Conversación en La Catedral, la gran novela de Vargas Llosa. ¿En qué momento se gestó el modelo productivo español, caracterizado por su baja productividad, su especialización en actividades que generan escaso valor añadido y su incapacidad para generar empleo suficiente?

En economía, como sentenció Paul Krugman hace décadas, solo existen realmente tres cosas importantes: el empleo, la productividad y la distribución de la renta. Es decir, el número de trabajadores dedicados a crear riqueza; la riqueza generada por cada trabajador, y el reparto de esa riqueza. Asumiendo esos principios, un modelo productivo óptimo se caracteriza por facilitar empleo y garantizar elevadas tasas de productividad. Anticipemos ya que la España democrática siempre cojeó de uno de esos dos pies. Y a veces, de ambos.

Entre 1980, tres años después de los Pactos de la Moncloa, y el 2007, último año de la gran expansión, hubo dos etapas -¿dos modelos?- claramente diferenciadas, si nos atenemos a la evolución del empleo y la productividad.

En la primera, comprendida entre 1980 y 1995, todo el crecimiento económico descansó sobre el incremento de la productividad. En esos tres lustros, la productividad española creció anualmente un 2,5 %, tasa superior a la media de los países que hoy integran la eurozona y el doble de la registrada en Estados Unidos. La eficiencia y la competitividad de la economía española mejoró mucho más que en los países occidentales. Al final de ese período, el valor añadido de la industria, que había sido sometida a una profunda reconversión, representaba un 19,8 % del PIB y el sector contaba con 2,52 millones de asalariados a tiempo completo. Aquel modelo de creciente productividad tenía también su envés: apenas generaba unos 80.000 empleos anuales. Era, aún con esa limitación, un modelo mucho más sostenible en el marco de la economía global que el que vino después.

Inflando la burbuja

A mediados de la década de 1990 comienza la fiesta. El programa: una combinación de políticas irresponsables relacionadas con el suelo y la calificación urbanística con un aumento incontrolado del crédito. El explosivo cóctel produce euforia colectiva. En los doce años del período 1995-2007, la economía española crece a una tasa media del 3,6 %, la inversión se dispara por encima del 5 % anual en términos reales y se crean aproximadamente siete millones de empleos. Los países desarrollados crecen menos y los gobernantes españoles, tanto azules como rosados, brindan por un país que converge con la media europea o se apresta a disputar la Champions. Ni siquiera los síntomas de embriaguez -disparatados precios del suelo y la vivienda, monstruoso y creciente endeudamiento, desbocado déficit por cuenta corriente- aplacan el entusiasmo. La burbuja se expande fuera de todo control y pocos advierten que se ha encendido la luz roja del semáforo: la productividad arrojaba encefalograma plano. Ni un ápice de mejora de la eficiencia productiva en esos doce años, lo que significa que vivíamos al fiado. Hasta que se produjo la catástrofe.

A la altura del 2007 estaba ya maduro el modelo que iba a reventar el año siguiente. La construcción conformaba el núcleo de ese modelo. El sector acaparaba por sí solo la décima parte del PIB. Si le añadimos los servicios inmobiliarios, su participación superaba el 18 %. Daba ocupación a 2,8 millones de asalariados, un 121,8 % más que en 1995. Pero aún así, esas cifras solo reflejan parcialmente el poderío del sector: habría que visualizar toda la madeja de interrelaciones sectoriales  -las tablas input-ouput? para determinar la potencia de la locomotora y su capacidad de arrastre de otras ramas productivas, desde la industria suministradora de insumos ?madereras, cementeras, electrodomésticos...- hasta el propio sistema financiero.

El modelo giraba en torno a ese núcleo. El peso de la industria en el PIB había bajado al 16,4 %, 3,4 puntos menos que doce años antes. Si descontamos las actividades del sector secundario directamente beneficiarias del boom inmobiliario, se desprende una conclusión: la industria española ha decrecido durante los doce años de expansión económica. Y el proceso de desindustrialización ha continuado durante los siete años de crisis. En el 2014, el peso de la industria se cifra en el 16,0 % del PIB.

¿Qué sectores ganan peso?

El sector de la construcción se ha reducido a la mitad desde el inicio de la Gran Recesión. El año pasado ya solo aportaba el 5,1 % del producto nacional. ¿Y qué sectores o ramas de actividad han cubierto ese hueco? Como hablamos en términos relativos (PIB = 100), el peso que perdió la construcción otros tuvieron que ganarlo. No, desde luego, un sector primario cada vez más delgado: del 2,4 % del PIB en el 2007 pasó al 2,3 % el año pasado. Tampoco la industria, que, como queda dicho, perdió cuatro décimas de peso. Entiéndase bien el significado de este dato: indica que la industria retrocedió más que el conjunto de la economía española durante los años de crisis.

Todo el peso perdido por la construcción lo ganaron los servicios. El sector terciario aportó el año pasado más de dos tercios del PIB español: un 67,9 % exactamente, 6,8 puntos más que en el 2007. Si existe el embrión de un nuevo modelo productivo parece lógico, por tanto, que debemos buscarlo en los servicios, un sector que la contabilidad nacional trimestral de España desglosa en siete ramas de actividad. 

De esas siete rúbricas, hay tres que registran notables ganancias de peso. La primera, sorprendentemente, son las actividades inmobiliarias: su participación en el PIB creció 3,1 puntos en los siete años. La segunda, Administración Pública, educación y sanidad, gana 2,3 puntos. La tercera, comercio, transporte y hostelería, incrementa su peso en 2,0 puntos. Nada hay en los tres casos que apunte hacia un nuevo modelo productivo, sino más bien lo contrario. El turismo de sol y playa, acompañado quizá de un repunte de la actividad inmobiliaria, parecen ser las actividades que resurgen de las cenizas del viejo modelo.

Modelo poco eficiente

Pero hay todavía un dato más elocuente: ganan peso las actividades donde existe menor productividad del trabajo, a costa de las más eficientes. Para muestra, dos botones: la productividad del trabajo en la rama «comercio, transporte y hostelería» es un 30 % inferior a la productividad media de la economía española; la productividad en la industria, por el contrario, es un 20 % superior a la media. Lo cual concuerda perfectamente con la política de devaluación interna y de precarización laboral puesta en marcha como respuesta a la crisis. Optamos, en consecuencia, por un modelo productivo de bajos costes y de reducida productividad para afrontar el desafío del mercado global.