Sabiduría y prudencia para garantizar el futuro del Fondo de Reserva

Jaime Cabeza

MERCADOS

El aumento del desempleo, la reducción de los salarios y la pérdida de la calidad de los nuevos trabajos han hecho mella en la hucha de las pensiones. El catedrático Jaime Cabeza analiza cómo se creó el fondo, su evolución y aporta las medidas que contribuirían a su sostenimiento.

29 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1995 la comisión no permanente del Pacto de Toledo adoptó dos recomendaciones muy interesantes. La primera consistía en poner en marcha lo que se llamó la separación de las fuentes de financiación. Es decir, que las prestaciones contributivas del sistema se financiaran en exclusiva con cotizaciones y que estas solo se emplearan en tales prestaciones. De tal manera que los subsidios asistenciales y, en general, el nivel no contributivo, se afrontara con impuestos y otras aportaciones presupuestarias distintas de las cotizaciones sociales. La segunda se refería a la constitución de un fondo de reserva de pensiones. Se trataba de que los superávit que pudiesen cosecharse en años de bonanza económica porque la recaudación en las cuotas sociales superase el gasto en pensiones se ahorrara en previsión de circunstancias más desfavorables.

Prescindiendo de otras vicisitudes, la Ley 28/2003 reguló el Fondo y estableció las reglas básicas sobre su gestión en unos términos que habían sido diseñados a partir de un amplio consenso tanto en el ámbito político como en el de los interlocutores sociales. Debe reconocerse, así pues, que nació con una gran legitimidad pública, agrandada por sus buenos resultados a lo largo de buena parte de la década pasada, al menos durante los años de crecimiento económico.

Con todo, había en el Fondo una especie de «pecado original», que ya entonces comentaron algunas voces críticas. Parecía que el escalón contributivo de la Seguridad Social se legitimaba en que era autosuficiente y en que no necesitaba de otras aportaciones del Estado. Se planteaba, pues, la pregunta de qué sucedería en el caso de que no se pudiese mantener con las cuotas de empresarios y trabajadores y de que los fondos de reserva se agotasen. Parecía anatema defender que la imposición directa o indirecta pudiese financiar las pensiones contributivas. Es ahora, bastantes más años más tarde, cuando esa posibilidad entra en el ámbito de lo aparentemente razonable, cuando lleva muchos años siendo práctica habitual en los sistemas de Seguridad Social de los países próximos al nuestro.

La hucha de la Seguridad Social se desarrolló en sus primeros años de vida sana y robusta por una serie de factores concatenados. Algunos, de carácter socio-político, centrados en el gran consenso social sobre su alumbramiento, como ya se ha dicho. Otros, de carácter económico, basados en un crecimiento muy intenso en el que además los salarios se incrementaron con moderación, pero en unos parámetros que permitieron detraer cantidades suficientes para pagar pensiones y ahorrar el sobrante. Y otros de carácter demográfico, pues se fueron jubilando cohortes de personas muy reducidas, las que nacieron en la época de la postguerra. De tal manera que la proporción de cotizantes y beneficiarios se mantenía dentro de los parámetros que cabría calificar como clásicos. Y también hay que citar circunstancias normativas, centradas en la aprobación de leyes de reforma razonables, escalonadas y suficientemente dialogadas, pero sobre todo acomodadas a las necesidades del tiempo en que se aprobaban. Si a todo ello se une que, en términos generales, no se cedió a la pretensión patronal de que se rebajaran las cotizaciones, el panorama era de cierto equilibrio del sistema.

Otros dos factores ayudaban. La década pasada vivió la revolución en el empleo femenino, que hasta entonces se había mantenido en proporciones inaceptables. Asimismo, el fenómeno de la inmigración incrementó la base de cotizantes al sistema, con las consecuencias beneficiosas que este dato acarreaba.

Alarmas

Ello no obstante, algunas alarmas existían en el medio plazo a la vista de más que posibles desajustes. No era solo el temor a un cambio de ciclo económico. Era también que las pensiones que se generaban alcanzaban cuantías netamente superiores a las que se extinguían por fallecimiento de antiguos beneficiarios, a causa de la mejora del sistema a partir de los primeros años setenta. Pero, sobre todo, se asumía la necesidad de cambiar paulatinamente el marco regulador para acomodarlo a las nuevas circunstancias, en especial las derivadas del constante envejecimiento de la población. Por otra parte, los acusados índices de temporalidad y de rotación de mano de obra entre la población activa anunciaban nuevos retos relativos a la suficiencia tanto de las cotizaciones actuales como de las prestaciones futuras.

La crisis económica desencadenada en el 2008 revirtió el optimismo que hasta entonces existía. La destrucción de empleo rompió el delicado equilibrio que propiciaba el sostenimiento del sistema. Era casi inexorable el recurso al fondo de reserva, con la abrupta caída del número de cotizantes. En sí misma, esta decisión era razonable dentro de los límites legalmente previstos, pues precisamente a tal fin había sido configurado el fondo. Sucedió, sin embargo, que una serie de acontecimientos y decisiones coetáneas han producido mayores debilidades y propiciado déficits sostenidos en el sistema. La causa más obvia se refiere a la reducción fuerte de salarios que se ha producido  y a la pérdida de calidad del empleo, en general. La opción  por un modelo con trabajadores peor retribuidos y más vulnerables, muchos de ellos atrapados en el trabajo a tiempo parcial involuntario, va haciendo mella en las cotizaciones. Pero también ha desempeñado un papel relevante una carrera poco responsable, a través de normas «de urgencia» -más bien, de ocurrencia- en las que se incentiva la contratación o el autoempleo mediante pingües exenciones y rebajas en las cuotas a la Seguridad Social.

En la escena política, el abandono de los consensos proyecta una imagen poco recomendable. La actuación unilateral del Gobierno mediante decretos-leyes, el desprecio hacia el diálogo social y la desaparición fáctica de la Comisión de los Pactos de Toledo producen una gobernanza deficiente en la que las reformas se introducen por el peso de una mayoría coyuntural. Con el agravante de que se adoptan medidas muy trascendentes y graves. Algunas, acaso necesarias en el medio plazo ?como el factor de sostenibilidad?, pero no perentorias.

Del fondo de reserva cabe esperar que se administre con sabiduría y prudencia. La mejora del mercado de trabajo, por otro lado, debe arrastrar una mayor fortaleza en el sistema de Seguridad Social. Pero solo si se abandona esta loca espiral de devaluación de los salarios y se opta por un modelo de relaciones laborales basado en los paradigmas internacionales del trabajo decente. Un mercado más inclusivo en el que trabajar valga la pena y sin trampas para las personas más vulnerables. 

Por otra parte, es necesario que se cuestione la eficiencia de la incentivación al empleo a través de bonificaciones en las cuotas y, si se considera apropiada, se utilice de modo mucho más selectivo. Porque el equilibrio económico de la caja única y la solidez del Fondo de Reserva dependen más de que las cuotas vuelvan a ser suficientes de que se consigan grandes dividendos con las inversiones. Solo así se logrará un cambio de tendencia.